PARA LEER A LOS CLÁSICOS (II)
Culto es quien crea
cultura, no quien la consume. Saber es saber crear, no saber repetir.
Producir cultura es
el resultado de cavilar, de observar, de comprometerse en quehaceres
transformadores, también de leer de manera apropiada. Los clásicos enseñan a
pensar, incluso a pensar contra ellos, asunto en que reside lo mejor de su
grandeza. Ser una persona culta es promover en sí mismo el hábito de
reflexionar día a día, retirándose regularmente al interior del yo para, desde
allí, desde el ensimismamiento y el silencio, comprender el mundo y las cosas,
y comprenderse.
Quien reflexiona es
creador de cultura. Quien lee a los clásicos pero no piensa por sí mismo es sólo
un erudito. Repetir lo que otros dicen no es pensar. La sabiduría se expresa en
los actos -particularmente en los más decisivos- de la vida, y es en ellos
donde manifiesta si es tal y en qué medida. Sabio es quien ofrece respuestas,
remedios, procedimientos y actuaciones suficientemente apropiadas a los asuntos
cenitales de la existencia.
El acto de creación,
en tanto que experiencia esencialmente individual que acaece en el interior del
yo, forma parte de lo nuclear de la cultura de Occidente. Si los clásicos nos adiestran
en pensar es que realmente son eso, clásicos, pero si sólo nos traspasan
saberes, o pseudo-saberes, se quedan en transmisores, o peor, en adoctrinadores.
Platón fue el gran adoctrinador, porque se tuvo por “Maestro” mientras el resto
de los seres humanos debían quedar como sus discípulos. Por eso no es, recapacitando
con el necesario rigor, un clásico. Quería tener poder, no expandir la
sabiduría y, sobre todo, anhelaba impedir la formación de personalidades
culturalmente construidas, esto es, autónomas, inteligentes y poderosas, para
que no se enfrentasen a su tiranía múltiple.
La quintaesencia de
la sabiduría reside en el logro por hábito de sabiduría día tras día. Alcanzar
verdadero saber no es recibirlo de fuera sino crearlo, más exactamente,
recrearlo, en el interior del yo.
Los autores clásicos
están bipartidos y su obra es asimismo dual, bipartida, una mezcla de valioso y
menos valioso, de aciertos y desaciertos. No son profetas de una fe
pretendidamente omnisciente sino seres humanos corrientes. Deben ser leídos con
una compleja combinación de entusiasmo y escepticismo, corrigiendo sus deslices
y pifias cuando proceda. Al hacerlo hay que considerar las condiciones
actuales, usando sus enseñanzas como inspiración para enfocar los grandes
asuntos de nuestro tiempo y como metodología para construirnos como sujetos preparados
para la reflexión, para la verdad, para el esfuerzo, para la valentía, para el
combate, para la virtud, para la fraternidad, para la revolución.
En la obra de los
clásicos hay una contradicción entre su vinculación a las condiciones concretas
de la época, en su vertiente negativa (militarismo, estatismo, régimen
esclavista, patriarcado, etc.), y el meollo positivo y útil de sus contenidos,
que sirve para negar de manera superadora el componente oscuro de su mundo. Por
eso pueden leerse de dos modos, para conservar aquello que es opresivo y devastador
de lo humano o para establecer las condiciones reflexivas y emocionales de la
acción emancipadora. Aquí se propone esta segunda lectura.
Saber es ser capaz de
ofrecer respuestas reflexionadas y actuantes a cada situación concreta real. Si
leemos a los clásicos es en primer lugar para adquirir esa sapiencia, no para corear
sus argumentos. Cultura es vida vivida, sujetos que se hacen, pensamiento
creador, afecto convivencial, energía psíquica y potencia combatiente. El
academicismo no es cultura, o es, en el mejor de los casos, su forma inferior y
degradada.
La cultura clásica de
Occidente, en su lado positivo, es una vivencia consciente de la libertad
(finita y condicional por convicción interior, para que no se degrade a
omnilibertad), de la autonomía construida desde el yo. Libertad no es sólo ni
principalmente ausencia de coacción exterior sino autocreación del sujeto como
individualidad apta, en consecuencia, capaz de hacer aquello que se proponga,
lo que escoja en uso del libre albedrío y conforme a criterios de
responsabilidad, convivencia, magnanimidad y moralidad. Esa libertad para obrar
proviene de la previa adquisición de la libertad interior y de realizar la
tarea de autoconstruirse.
Quien resulta ser capaz,
quien vale y es apto, quien se hace sujeto de virtud, es libre. Aquel que para nada
sirve y de nada es capaz carece de libertad del modo más absoluto. Los seres
metódicamente nadificados de la hora presente, construidos desde fuera en la
forma de criaturas cada vez más heterónomas, incultas, vacías, infructuosas,
cobardes y dependientes, por el Estado en su variante más letal, de Estado de
bienestar, son los más oprimidos de la historia, los esclavos perfectos.
Los autores clásicos enseñan
mucho más que argumentos y razonamientos. El intelectualismo viene de que en la
primera fase de su decadencia la formación social europea occidental escoge,
con la escolástica, a Aristóteles, el filósofo parlanchín por excelencia, como supuesto
maestro de sabiduría, lo que luego continúa el racionalismo, el cientifismo y
los demás ismos mutiladores, hasta hoy. La verdadera cultura construye no sólo
el intelecto sino el carácter, proporciona virtudes morales y convivenciales además
de intelectuales.
Ahí están los filósofos cínicos enseñando a forjar la voluntad, a desdeñar la pereza, el hedonismo y la cobardía, a hacer de la vida una sucesión de actos de esfuerzo, severidad y valentía. Mientras, Longino muestra lo excelente de la grandeza de espíritu, la belleza y la sublimidad, de la pasión y la emoción. Plutarco nos hace sujetos de virtud, apropiados para combatir el mal, la opresión y los fanatismos, individuos sólidos y rotundos, buenos para afrontar avatares y tempestades. Cicerón estimula a la juventud a construirse desde los deberes, desde la entrega, desde la grandeza, desde la épica. Persio invita a atrevernos a estudiar el lado negativo de nuestra personalidad, para mejorarnos y progresar por el camino de la virtud.
Ahí están los filósofos cínicos enseñando a forjar la voluntad, a desdeñar la pereza, el hedonismo y la cobardía, a hacer de la vida una sucesión de actos de esfuerzo, severidad y valentía. Mientras, Longino muestra lo excelente de la grandeza de espíritu, la belleza y la sublimidad, de la pasión y la emoción. Plutarco nos hace sujetos de virtud, apropiados para combatir el mal, la opresión y los fanatismos, individuos sólidos y rotundos, buenos para afrontar avatares y tempestades. Cicerón estimula a la juventud a construirse desde los deberes, desde la entrega, desde la grandeza, desde la épica. Persio invita a atrevernos a estudiar el lado negativo de nuestra personalidad, para mejorarnos y progresar por el camino de la virtud.
El cristianismo proporciona
la cosmovisión del amor, y el ideal de una sociedad del amor, asunto mucho más
fundamental, complejo y también dramático de lo que parece. Nos llama a
transitar desde el ego al yo, un acto liberador de una potencia incalculable en
la esfera de lo personal e íntimo, pues equivale a emanciparnos de nosotros
mismos, a renunciar a oprimirnos, dañarnos y mutilarnos. A aprender a
respetarnos y a construirnos con fines magnánimos, transcendentes y
combatientes. A amar el amor.
Juvenal, aunque en
alguna cuestión resulta censurable, aporta un elevado ideal de auto-edificación
de la persona al argüir que el mayor desacierto es “preferir la existencia al deshonor y, por vivir, perder la razón de la
propia vida”.
(Continuará)
[Félix Rodrigo Mora idazlearen testua, http://esfuerzoyservicio.blogspot.com, http://felixrodrigomora.net ]
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