CARTA ABIERTA
A su excelencia el Ministro de
gracia y justicia
Roma
Como muestra no de ese desenfrenado egoísmo
que desafortunadamente enferma hoy la sociedad, mas solamente de ese amor
propio que debe ser guía de la comunidad humana le expongo en su más cruda
realidad un lamentable incidente causado por el actuar descortés y maleducado
de un magistrado.
He ido esta mañana a Lucera para
presentar ante aquel tribunal una solicitud acompañada de los pertinentes
documentos con el objeto de conseguir la asistencia gratuita para una persona
de mi familia, con la cual me he presentado ante el procurador Sr. Gioja.
Al entregar los documentos he creído
oportuno añadir de viva voz una razón importante, por cuya gravedad el
procurador no habría podido menos que dar precedencia a mi demanda sobre otras
ya presentadas.
Pero el procurador me ha impedido
exponer mis razones. Se ha levantado completamente furioso y me ha dicho, «vosotros los
anarquistas, ¿queréis que la justicia esté a vuestro servicio?». Entonces, de
un modo cortés propio de la buena educación, he señalado las miles de millas de
distancia que el procurador Sr. Gioja se alejaba de la cuestión: que la
ANARQUÍA no es un asunto meramente civil y que no incumbe a mi caso
directamente, relacionado con éste solamente porque él lo había mencionado;
entonces, el querido Gioja, un cráneo sin fósforo, con modales dignos de su
persona, ruin e imbécil cercano a la nausea, sin mostrar el mínimo respeto
hacia una señora a la que yo acompañaba y por la cual me había presentado ante
él, me ha obligado a salir de su oficina.
Sin pronunciar palabra he salido,
mientras que él, el canalla del procurador, no dejaba de repetir la palabra
anarquista acompañada de frases muy dignas de que él las pronunciara.
Y todo esto porque tengo pendiente
una denuncia por un delito de imprenta, por haber apoyado en las últimas
elecciones la candidatura de ese espíritu lúcido, el del doctor Nicola Barbato,
no por coherencia de principios, porque me declaro anarquista y
antiparlamentario, sino solamente para protestar en contra de las leyes
excepcionales, surgidas de la mente hueca del ministro trígamo.
Señalo a Su Excelencia que no dudo
en denominar a esta CARROÑA TOGADA hombre de fango. El Sr. Gioja no es un
ejemplo a seguir, sino un millón de cobardes ejemplos, porque del poder que le
ha sido confiado en defensa de los débiles y los oprimidos, se vale para
descargar su ruin odio en contra mío, tal vez porque lamenta la decisión de la
Cámara del Consejo que el 27 del pasado julio me concedió la libertad
provisional.
Ciertamente, haber querido
provocarme con el tema de la anarquía en un momento en el que todo puede
discutirse excepto cuestiones de principios, pone de relieve la vulgaridad y la
cobardía del Sr. Gioja y la maldad de su ánimo.
A sus continuas provocaciones
debería haber respondido de manera bien diferente que con el silencio de los
hombres educados, pero no he querido ensuciarme la punta de mis botas, si no es
pertinente, anulando el remordimiento de haber ofendido sin provocación.
A Su Excelencia, el Ministro de
Gracia y Justicia, al pueblo, a la magistratura italiana, señalo a este indigno
sacerdote de la diosa Temi.
Foggia, 31 de agosto de 1895
Michele Angiolillo
AUTODEFENSA DE
ANGIOLILLO
texto publicado en la edición del 2 de septiembre de 1897
de L’Agitazione —el fragmento
introductorio es atribuido a Errico
Malatesta.
La defensa de Angiolillo
Del
mismo modo que los gruesos muros de Montjuic no fueron suficientes para sofocar
los gritos de dolor de los torturados, casi todas las medidas preparadas por el
gobierno español para rodear de misterio los procedimientos del consejo de
guerra que han condenado a Angiolillo a ser estrangulado, no son suficientes
para ocultar lo que sucede ante aquel severo tribunal.
En todas partes, incluso entre uniformes
que portan la divisa de esbirro, o de carcelero, o de soldado, o de juez, se
encuentra alguno en quien no está apagado del todo el sentimiento de humanidad
y que se rebela contra los horrores, y a quienes es obligatorio asistir y
participar de las situaciones en las que las circunstancias les han inmerso. El
jornal parisino Le Libertaire ha
tenido acceso, taquigrafiado, a la defensa que pronunció Angiolillo ante
quienes le juzgaban— hoy la publicamos (el fisco nos vigila) a título de
documento judicial.
«Señores, quiero antes que nada repetir aquello que he
tenido ocasión de decir al magistrado instructor que me ha interrogado: no
tengo cómplices. Buscaréis en vano un ser humano al cual haya puesto al
corriente de mi proyecto. No lo he mencionado a alma viva alguna. He concebido,
preparado y ejecutado el asesinato del señor Cánovas absolutamente sólo.
Señores,
no estáis ante un asesino, sino ante un justiciero.
Desde
hace años sigo atentamente los acontecimientos europeos. He estudiado la
situación de España y la de las varias naciones en las que he estado viviendo:
Portugal, Francia, Italia, Suiza, Bélgica, Inglaterra. Mi ocupación y mis
simpatías me han puesto en contacto continuo con la población obrera y pobre de
estos países. En todas partes he encontrado el doloroso espectáculo de la
miseria. En todas partes he oído el mismo lamento, he visto correr las mismas
lágrimas, he sentido agitarse la misma revuelta, surgir las mismas
aspiraciones.
Y
también en todas partes he constatado en los ricos y en el gobierno la misma
dureza de corazón, el mismo desprecio por la vida humana.
Estas
experiencias habituales me han llevado a odiar la iniquidad que pende sobre la
sociedad humana de la que somos la base.
Hombres
ardientes, enérgicos, enamorados de la justicia se han encontrado conmigo en el
camino de la insurrección. Éstos a quienes la injusticia indigna y que aspiran
a un mundo de bienestar y de armonía, son los anarquistas. Yo he simpatizado
con ellos y los he amado como a hermanos. Y tras un tiempo junto a ellos he
comprobado horrorizado que en esta tierra de España, tierra clásica de la
Inquisición, la estirpe de los torturadores no ha muerto. He sabido de
centenares de seres humanos, encerrados en una fortaleza ahora tristemente célebre,
que allí sufren las peores torturas. He sabido que eran renovados en dureza,
con aquel aumento de refinamiento que conlleva el progreso humano, todos los
procedimientos de los verdugos del medievo. He sabido que cinco de estos
hombres habían sido asesinados, que otros setenta habían sido condenados a
penas severas, que aquellos de quien era obligado reconocer su inocencia eran
condenados al destierro, y que todos estos eran anarquistas, o considerados
como tales.
Pues
bien, yo, me he dicho, señores, que tales atrocidades no deben permanecer
impunes, y he buscado a los responsables. Por encima de los policías haciendo
funciones de verdugo, de los funcionarios haciendo funciones de juez y de todos
los que ejecutaban las órdenes, yo he visto quien daba estas órdenes.
He
sentido en el fondo de mi corazón un odio irreprimible contra este hombre de
estado que gobernaba con el terror y con la tortura, contra este ministro, que
mandaba a la muerte miles de jóvenes soldados, contra esta personalidad que
reducía a la miseria, aplastándolo bajo los impuestos, este pueblo español que
podría ser tan próspero en un país fértil y rico, contra este heredero de
Calígula y de Nerón, contra este sucesor de Torquemada, contra este émulo de Stambuloff
y de Abdul-Hamid, contra este monstruo, Cánovas del Castillo, de quien he
librado al mundo, por lo que me siento feliz y orgulloso.
¿Es
acaso una acción malvada abatir un tigre sanguinario cuyas garras hieren los
pechos, cuya mandíbula tritura las cabezas de los hombres? ¿Es acaso un delito
aplastar a la serpiente su mordedura letal?
Por la
matanza cometida, mi víctima era poco menos que cien tigres, que mil
serpientes. Personificaba, lo que no me parece menos repúgnate, la ferocidad
religiosa, la crueldad militar, la severidad de la magistratura, la tiranía del
poder y la codicia de las clases pudientes.
De esto
he librado a España, a Europa, al mundo entero. Esta es la razón por la que no
soy un asesino, sino un justiciero.
Y
ahora, señores, que habéis conocido el motivo que me ha impulsado, me queda
señalar la consecuencia probable de mi acción desde el punto de vista social en
general y del punto de vista español en particular…»
En este
momento, el presidente, que ya un poco antes había intentado inútilmente
silenciar el altivo discurso de Angiolillo, le ordena formalmente que se calle,
con el pretexto de que las consideraciones aludidas no tienen nada que ver con
el atentado.
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