Un mundo donde reina la verdad

Un mundo donde reina la verdad

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En el planeta número tres del sistema 13 de Aldebarán hay una civilización que se ocupa directamente de la realidad sin ningún intermediario simbólico.
Por ejemplo, la idea de que una figura en una hoja de papel pueda representar otra cosa que a sí misma les es completamente ajena a los milpiés de múltiples miembros y fuerza insólita que representan la más alta fase de la civilización de ese planeta.
Y su menguada suerte está precisamente en lo fuertes que son. Como el único símbolo que conciben para una cosa es la cosa misma, tienen que llevar siempre consigo muchísimas cosas. En ese planeta la expresión “vigorosa retórica” tiene sin duda un sentido.
Por ejemplo, si se quiere decir “una piedra caliente como el sol”, no hay más que una forma de hacerlo: ponerle en la mano una piedra caliente como el sol a la persona con quien se está hablando.
No hay más que una forma de expresar la frase “una piedra gigantesca situada en la parte más alta de la cima de una montaña”: llevar, a rastras, o como sea, una piedra gigantesca hasta la parte más alta de la cima de una montaña.
En tales circunstancias producir poesía lírica se vuelve una verdadera prueba de fuerza que se destaca durante generaciones por lo evidente de su heroísmo.
La mayor parte de los sonetos producidos por esta civilización recuerdan a Stonehenge: gigantescas hleras de pesadas piedras, puestas allí por héroes de otros tiempos, a costa de tremendos esfuerzos, jadeos y sudores, hasta reventárseles casi las venas, según un esquema milenario.
Salta a la vista que la mentira es una completa imposibilidad en esta civilización. Si alguien quiere decir “te amo” a otra persona, no hay más que una manera, una solamente, y es hacerle el amor. Y si lo que se quiere decir es “no te amo”, la única manera de expresarlo consiste en evitar hacerle el amor. Si resulta esto posible.
En un mundo donde el símbolo coincide siempre con su objeto, y donde a éste no se le puede sustituir nunca por pequeños ruidos ridículos o signos escritos en una hoja de papel, signos que, además, nunca tienen nada que ver con otras cosas, excepto en la medida en que imponga esta relación una convención frágil y fortuita, tienen que coincidir la verdad y el sentido, la mentira y el absurdo.
El único substituto para la verdad que existe en un mundo así consiste, por supuesto, en hablar de una manera tan confusa, tan sin sentido, que nadie pueda entenderlo.
Para los habitantes de este planeta, la conversación normal, la charla insustancial, consiste en sacar de bolsas de cuero que llevan consigo hileras de pequeños objetos: bolas de cristal, piedrecitas de diversos colores, agujas de madera bien pulidas, e intercambiárselas alegremente.
El precio de la verdad es alto.
De todas las civilizaciones verdaderamente desarrolladas que hay en las viejas zonas solares centrales del centro de la Vía Láctea ninguna vivía tan aislada como ésta.
La astronomía es, por supuesto, impensable. La gente no habla de galaxias cuando, para poder hablar de ellas, hay que cambiarlas de sitio. El concepto mismo de planeta se vuelve, como es de suponer, absolutamente impensable.
Esos seres viven en llanuras rojizas, cercadas por altas montañas.
Y sobre la llanura misma, que, en teoría, es para ellos sinónimo de mundo, no tienen, por supuesto, ninguna idea.
(Cuaderno azul IV:4)

Lars Gustafsson, Muerte de un apicultor, pp. 132-134

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