Soy un paria de la ciencia
Reconozco que mi desconfianza y mi hostilidad hacia la ciencia y la tecnología se basan principalmente en mi desconocimiento sobre la materia. Soy un paria de la ciencia. Por otra parte, yo mismo también suscito desconfianza y hostilidad en obreros, campesinos y jóvenes, es decir, en gente que me atribuye un saber, y por lo tanto un poder, superior al suyo. Esto provocaba en ellos un sano prejuicio, un miedo instintivo. Cuanto más trataba de hacerme entender, más aumentaban sus sospechas.
Frente a la ciencia, frente a la monstruosa máquina tecnológica, yo me siento como el indio ante los caballeros españoles cubiertos de hierro, como el negro ante el revólver del colonizador. No entendían nada, o más bien sólo entendían que los otros eran más fuertes: su única defensa posible era el miedo. Los que fueron exterminados o reducidos a la esclavitud, por no hablar de la viruela y de la tuberculosis, fueron en primer lugar y sobre todo los menos tímidos, los más evolucionados, aquellos que, confraternizando y colaborando con los extranjeros, albergaban la ilusión de elevarse a su altura. Los pocos que se salvaron fueron los más obtusos, los más «atrasados», aquellos que, desde que vieran aparecer a los semidioses blancos armados con biblias, ciencia y fusiles, no claudicaron al respeto ni a la curiosidad, no adoraron el fetiche de la superioridad, no fueron seducidos por el destino de la modernidad, sino que corrieron de inmediato a ocultarse en el bosque más espeso, en el desierto, en medio de los peñascos más inaccesibles y desolados, en los territorios providenciales habitados por bestias feroces y serpientes venenosas.
Lo malo es que ya no quedan bosques espesos, ni desiertos, ni peñascos inaccesibles y desolados, ni territorios providenciales habitados por bestias feroces y serpientes venenosas... El mundo ha sido terriblemente, espantosamente, horrorosamente sometido y domesticado.
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