Ni catalanistas ni bizkaytarras
(La Huelga General, 25/11/1901) 
Lo dije tiempo atrás en La Protesta, de 
Valladolid, y juzgo conveniente repetirlo hoy en esta publicación barcelonesa, 
donde quiera que se considera y estudia un derecho, individual o colectivo, 
surge un atropello cometido por el Estado, esa entidad destinada teóricamente a 
garantir al individuo y a las colectividades el uso de sus legítimos derechos, 
aunque en la práctica sólo consiga lesionarlos.
Cataluña y las Provincias Vascas tienen de 
seguro fundados motivos de queja contra el Estado español, como lo tienen todas 
las demás regiones y provincias, aunque no se quejen; como lo tienen todos los 
individuos; como los tendrá el respetable lector; como los tengo yo, porque al 
fin, como dijo Renán, el Estado es un autócrata sin igual que tiene derechos 
contra todos y nadie los tiene contra él.
Es, pues, el caso que sólo las dos regiones 
nombradas formulan más abiertamente quejas y cierto género de aspiraciones, y 
sobre esto, a fin de que los trabajadores no sufran desviación en el camino que 
conduce a su emancipación, me propongo exponer las consideraciones siguientes:
Sucede que en cuanto se trata de levantar una 
bandera, lo primero que salta a la vista es la necesidad de soldados que den por 
ella su sangre. Tratándose de alistar soldados para una causa, en seguida se 
ocurre quiénes han de ser estos, y claro está, no pueden ser otros que los 
trabajadores, el último mono social, el que lleva siempre la peor parte en todo.
Paralelamente se observa que los iniciadores, 
los portaestandartes, los hijos del privilegio que quieren lucirse, ponen 
especial cuidado en asegurarse la retirada en caso de derrota y los medios de 
monopolizar los beneficios en caso de triunfo. Vedlos, oidlos, leed lo que dicen 
en los mitins catalanes o en sus discursos en el Congreso de diputados: tienen 
dos caras, o, por mejor decir, dos caretas: la separatista o la nacionalista 
autonomista: con la una contentan a San Miguel; con la otra, al diablo, y para 
amenizar la cosa no falta algún insulto o alguna alabanza a los trabajadores, 
según caen las pesas.
Ahora fijemos la atención en este hecho: el 
catalanista, y por lo visto también el bizcaytarra, echan pestes contra el 
madrileño, pobre diablo que en la asamblea de las regiones viene a ser lo que el 
burro en la de los animales, y lejos de censurar al Estado por lo que como tal 
institución tiene de absorbente, tiránica y odiosa, aspiran a fundar nuevos 
Estados más pequeños, en que ellos, los propagandistas de hoy y los gobernantes 
de mañana, conserven sin alteración los mismos males que la sana crítica halla 
siempre en todos los Estados.
En las Provincias Vascas, lo mismo que en 
Cataluña, hay un proletariado numeroso, inteligente y activo, en general 
conocedor de las cuestiones sociales, con aspiraciones definidas y concretas, y 
que es una esperanza para la futura renovación social que ha de dar forma 
adecuada y justa a la organización del trabajo y a la distribución de los 
productos, y conviene que esas fuerzas no se distraigan de su objeto ni se 
desmembren por servir ideales que les son por lo menos extraños, por no decir 
absolutamente perjudiciales.
Los trabajadores no deben luchar por un nuevo 
amo ni por una nueva clase de amos, y es preciso que manden a paseo a los que 
vengan con músicas regionales de esas que dejan subsistentes como si tal cosa el 
propietario, el capitalista, el explotador y el usurero; es decir, el usurpador 
y el ladrón legales.
A seguir a catalanistas y bizkaytarras, los 
trabajadores que tal hiciesen por lo pronto sólo conseguirían disvirtuar con los 
hechos aquella gran verdad tiempo há reconocida: “La emancipación de los 
trabajadores no es un problema local (ni regional añado yo) ni nacional”, y se 
harían enemigos de los trabajadores de otras regiones, incluso los de Madrid, 
donde también hay obreros, aunque otra cosa quieran hacer creer los catalanistas 
y bizkaytarras que llevan un madrileño montado en la nariz.
Semejante enemistad, por lo absurda y por lo 
inconveniente, salta a la vista; se necesita ser burgués incurable o loco de 
atar para sostenerla y fomentarla, y es dudoso que haya ni en Cataluña ni en las 
Provincias Vascas un trabajador con dos dedos de frente que la patrocine.
Todo eso aparte de esta consideración que dejo 
para final: yo no sé cómo anda la administración municipal y provincial en 
Vizcaya, pero sí diré que en Barcelona no se echa de menos a los madrileños para 
administrar a la diabla. Catalanes, y bien catalanes, más o menos catalanistas, 
son los que en el Municipio y la Diputación han manejado el tinglado hasta 
ahora, y para juzgar de su moralidad no hay más que dar un vistazo a la prensa 
barcelonesa, y se verá a cada paso un gazapo. De donde se saca la consecuencia 
que si nuestros gobernantes fueran de los que saben decir setse jutgés menjan 
fetje, igual pelo nos luciría, porque los que estamos dedicados a ser 
vasallos, súbditos o ciudadanos en lo que existe o en lo que catalanistas y 
bizkaytarras tratan de implantar, siempre nos ha de locar roer el hueso de la 
explotación.

 
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