Té con William Morris en el sucedáneo de Londres (y de todo)
London Fields era hasta hace poco un desierto de esqueléticos hangares. Los enjambres de casas para obreros crecieron entre los espacios que dejaron aquellos y el estrecho Regents Canal. Hace décadas es uno de tantos cementerios del industralismo que salpican ambas orillas de los canales londinenses. Aún con su aspecto mullido, exhibió sin embargo un aire de cierta dignidad. Hoy esta barriada comienza a poblarse de vendedores hipster, tecnociudadanos en chaquetas tweed que pasean en bicicletas que cuestan el alquiler de todo un año. Es el reclamo de la prensa chic de ocio londinense: atrae a compradores que vienen de la city. Es un barrio que comienza a ser un clon de los barrios hipster que se expanden como la viruela por las ciudades de medio mundo. Un sucedáneo de tiendas, con sus objetos sucedáneos, pubs con sus cervezas sucedáneas. Sentada y hastiada junto al canal, pensaba en cómo relatar a mi editor la sensación de exilio en una época y una ciudad con la que tengo un amor y un odio a partes iguales. En un banco a 20 metros divisé sentado a un aciano de barba poblada blanca con un traje azul pálido, sin llegar a roído como de otra época. Su mirada perdida, absorta en el paisaje cementado. Al acercarme salté sobre mí misma. “Sí, Me llamo William. Este podría ser un lugar bonito, de hecho lo era hace 200 años cuando lo conocí.”, me respondió.
El camarero que es dueño, recela de William al que cree mendigo, y de mí que cree que estoy haciendo la buena acción en la entrada del año 2017. El té no parece saberle a nada. Y menos el ambiente de este bar en miniatura muy cerca de donde nos hemos conocido. Por deferencia le pregunto si es así.
– Después de oir hablar de vino hecho sin uva, tejido de algodón fabricado a base de baritina, seda compuesta en dos terceras partes por zumaque, cuchillos cuyo filo se dobla si se intenta cortar algo más duro que la mantequilla, y otros hallazgos del comercio de estos tiempos, empiezo a preguntarme si la civilización no está tan aldulterada que no vale la pena. Habrá usted oído de eso que se llama pan, pero sospecho que nunca ha comido pan de verdad, aunque esté familiarizada con su sucedáneo. Supongo que la mantequilla ha sido ya suplantada por la margarina como lo era hace 200 años. No hablemos de los sucedáneos de la ropa. Pienso en las casas que se han construido durante los últimos cien años, burdas.
Sucedáneo. He sentido eso sentada junto al canal, antes de conocerle, observando este paisaje de hangares, parking de autobuses, un campo de futbol ruinoso y tiendas chic, como si viera el barrio del futuro que se avecina y usted, William, vislumbrara en lo que se ha convertido desde hace tantos años.
– Si transigimos con todos esos sucedáneos es que somos tan pobres que no podemos evitarlo; demasiado pobres para poseer prados agradables, para vivir en ciudades racionales y bien planificadas, o en las casas que merece la gente decente; demasiado pobres para derribar las prisiones y las fábricas; para ofrecerle a cada individuo la oportunidad de trabajar en lo que haga mejor. La causa de la enfermedad es esa guerra entre quienes tienen y quienes no tienen. El resultado de esa guerra es el despilfarro.
¿Se refiere a lo que se produce en nuestra sociedad?
– Yo digo que deberíamos producir una cuarta parte de lo que producimos, y aún así seríamos mucho más ricos. Cada trabajo produciría cosas útiles. La tradición se ha desplazado del arte al comercio; un comerciante ahora ocupa el lugar que correspondía a la guerra y a la producción de mercancías. Pero la meta del comercio es la creación de una demanda, así como su satisfacción para producir beneficios privados, en tanto que la meta del arte anterior al comercio era la satisfacción de las necesidades espontáneas y la manutención de quienes la practicaban.
No hay nada que escape al sucedáneo?
– Debo admitir que de todos los sucedáneos de la producción industral hay dos tipos de productos que escapan al sucedáneo: unos son los destinados a destruir riqueza y asesinar personas. Este se produce con mimo y calidad. El otro es la máquina herramienta, que es la especialidad de nuestro siglo, y que hoy se acerca hacia la perfección. Todas esas máquinas, ¿para qué se utilizan? Única y exclusivamente para la producción de sucedáneos; esto es, para fabricar mercancías que a nadie se le ocurriría si no le quedara más remedio.
Esto nos llevaría a vivir sin cosas hechas con estas herramientas, es decir a vivir con menos, a una especie de, no sé, sobriedad. O un ascetismo en lo que se refiere a la satisfacción de las necesidades humanas.
– Exijo la abolición de cualquier forma de ascetismo. Si experimentamos la más mínima degradación cuando nos enamoramos, o cuando estamos contentos, o cuando tenemos hambre o sueño, estamos siendo malos animales, y por lo tantos hombres miserables. La civilización nos insta a sentir vergüenza de todos estos estados de ánimo. De hecho, parece que la civilización esté diseñada para asegurar que una minoría privilegiada disponga por procuración del conjunto de las energías humanas.
Y entonces qué?
– Acabar con el ascetismo conlleva suprimir el lujo. ¿Hace falta que le repita lo que el lujo ha hecho por ustedes en la Europa moderna? Ha cubierto los risueños prados con barracones de esclavos, devastado las flores y los árboles con gases ponzoñosos, convertido los ríos en cloacas. El rico piensa con pragmatismo: “Muy bien, los pobres ya se han acostumbrado a estas cosas y mientras puedan llenar la barriga con las mismas bellotas que comen los cerdos, con eso basta”.
Y cual es su idea?
– Mi idea es una vida sin trabas, y luego una vida sencilla y natural. Primero uno debe ser libre; después debe aprender a disfrutar con todos los detalles de la vida. Esto es lo contrario de la civilización que nos dice: “Evitaos los problemas”, lo que solo es posble haciendo que los demás vivan por nosotros. Yo digo: “Esforzaos y convertid vuestro esfuerzo en placer”. Esa es la clave para la buena vida.
Pero eso implica grandes cambios de calado. Usted habla de un advenimiento.
– Las relaciones entre los hombres no deben basarse en el rango o la propiedad. No contará tanto el oficio del hombre, como ocurría en la edad Media, ni su propiedad, como ocurre ahora, sino su persona. El contrato con el Estado se habrá deesvanecido. Nos desharemos de esa comedia que exige de cada uno de nosotros un sacrificio en nombre de la supuesta necesidad de una institución que pretende hacerse cargo de unos problemas que quizá no se den nunca: los conflictos por derechos y deseos se dirimirán por méritos propios, es decir, basándose en hecho y no en leyes.
Y el trabajo?
– Creo que debemos acabar con la división del trabajo. Todos deberían aprender a nadar, a montar en caballo; y una o dos artes elementales, como la carpintería o la herrería. también tareas como cocinar o cocer pan, al igual que la lectura y la escritura; y supongo lo mismo que el arte de pensar que no se enseña ninguna escuela o universidad, que yo sepa. En una sociedad justa, la recompensa por el ejercicio de las propias capacidades será amplia. Solo sé que debería liberarse de la sórdida obligación de trabajar en algo que a uno no le gusta, que es la maldición recurrente de la civilización.
Las clases altas ni el Estado nunca permitirían esto.
– Si un mundo así no les satisface, lo siento por ellas, pero he de preguntarles cómo se las areglan para soportar este que es peor. Me temo que tendrán que responder: “Preferimos este por es peor, y por consiguiente, nosotros estamos relativamente mejor”. Así de tontos son nuestros amos. Dejemos de ser tontos y ellos dejarán de ser nuestros amos.
Ha sido asombroso haberle encontrado.
Me vuelvo al otro siglo, ustedes hagan lo que deban en este. Está todo por hacer.
Le hago con mi movil una fotografía antes de marcharse. Pongo el filtro vintage y pulso. Cuando compruebo que ha salido, William está lejos yendo quizá a su siglo.
Posdata: Para conocer el pensamiento de William Morris es imprescindible acudir al libro La Era del Sucedáneo, publicado por Pepitas de Calabaza.
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