En la madrugada del 29 de enero una luz de fuego cruzó el cielo yemení hasta alcanzar una humilde villa en la provincia de Al-Baida, en el centro del país. La pequeña Nawar al-Awlaki, de ocho años, recibió un impacto de bala en el cuello. Dos horas después fallecía a causa de las hemorragias. Nawar es la primera víctima de las operaciones comando en la era Trump. La niña era la hija del imán Anwar al Awlaki, un líder de Al Qaeda nacido en Estados Unidos que perdió la vida en un ataque lanzado en 2011 por el Gobierno de Barack Obama.
Pero en Washington, horas después, el portavoz de la Casa Blanca consiguió enfocar lo sucedido de una manera más constructiva. En su opinión, la operación que acabó con la vida de la pequeña de ocho años y otras 59 personas, habría permitido “recuperar una cantidad tremenda de información y matar a alrededor de 14 miembros de Al Qaeda en la Península Arábiga”. A continuación, el portavoz informó de la muerte de un militar estadounidense y otros cuatro heridos, consolidando mediante la dispar proporción de bajas que las propias indicaban que los muertos yemeníes eran terroristas.
Los medios estadounidenses se lanzaron entonces a un sesudo debate: ¿se deben matar a estadounidenses en el extranjero? Pero la realidad es cruenta. La pequeña Nawar al-Awlaki es la segunda de los hijos de Anwar al-Awlaki en morir bajo las balas de los militares estadounidenses. De hecho, dos semanas después del asesinato de su padre, el joven Abdulrahman, de 16, recibió un disparo en un control.
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