[ANALISIS] ¿VERDE Y DIGITAL? (Adrian Almazán)
Hace ya varias décadas que, como estudió Turner (2008), el ordenador dejó de ser símbolo de la Guerra Fría y la industrialización para convertirse en sinónimo de libertad, participación y ecología. Este paso de la contracultura a la cibercultura queda paradigmáticamente ejemplarizado en Stewart Brand. El hippie editor del mítico Whole Earth Catalog o de la revista CoEvolution Quarterly –que en los años setenta publicaba a autores como Mumford, Illich, Snyder o Margulis– ha terminado por convertirse en uno de los tótems de revistas como Wired y adalid del optimismo tecnológico californiano, como ejemplifica bien el título de uno de sus últimos libros: Whole earth discipline: why dense cities, nuclear power, transgenic crops, restored wild lands and geoengineering are necessary (Brand, 2010).
Más allá de la intrahistoria californiana, el vínculo entre digitalización y ecologismo se ha convertido en casi una pieza de sentido común de época. Gracias a Internet, reza el mantra, podemos abandonar el devastador papel, acabar con los desplazamientos innecesarios y migrar nuestros archivos a la nube, ese ente etéreo y grácil con resonancias cuasi divinas. Cada vez más, las casas, los coches, los teléfonos o los electrodomésticos se vuelven inteligentes e interconectados o, lo que es supuestamente lo mismo, más eficientes y verdes.
Internet: la infraestructura más grande jamás construida
Pero ¿es Internet una nube ligera y etérea? ¿Es realmente digitalización sinónimo de desmaterialización y eficiencia energética? ¿Cuál es el peso metabólico (González de Molina y Toledo, 2011) de los nuevos procesos de digitalización? La realidad es que, aunque la mayor parte de la gente parece desconocerlo, Internet es una estructura exuberantemente material. Es más, se la puede considerar la infraestructura más grande y compleja de la historia de la humanidad.
Como nos recuerda Marta Peirano:
“Como los datos no se mueven solos y las antenas solo sirven para las distancias cortas, el grueso de Internet son unos 380 cables submarinos que transportan el 99,5% del tráfico transoceánico. El 0,5% restante es gestionado por lentos y caros satélites, el futuro de una industria que se prepara para perder sus infraestructuras en manos de desastres climáticos. Ese espacio también está siendo rápidamente colonizado por Facebook, Google y SpaceX, la empresa de Elon Musk, con su flota de nanosatélites Startlink”.
De estos satélites se han lanzado al espacio ya 12.000 de los hasta 40.000 previstos. Un proyecto que ha alarmado a astrónomos de todo el mundo que denuncian que, de completarse, las apenas 9.000 estrellas visibles se verán eclipsadas y las medidas meteorológicas perderán fiabilidad debido a interferencias (Archyde, 2020).
A este laberinto de cables se anudan servidores que, como puede apreciarse en la figura 1, han crecido de forma exponencial en los últimos años. Si a inicios de este siglo se contaban por cientos de miles, hoy superan ya el millón en todo el mundo. Estos, en esencia, no son más que ordenadores encendidos 24 horas al día e interconectados entre sí. Su función: almacenar en sus discos duros los datos de la nube y servir de intermediarios entre todos los ordenadores que se conectan a la red. Su fin oculto: acaparar la máxima cantidad de datos que después puedan ser analizados y utilizados para el desarrollo de algoritmos que se alimentan de Big Data (Zuboff, 2020). Un negocio tan lucrativo que ya ha hecho de Jeff Bezos la persona más rica del planeta.
La explosión exponencial del consumo de energía
Por supuesto, para funcionar correctamente y mantenerse a una temperatura estable todos estos servidores necesitan consumir energía. Un consumo que, siguiendo el crecimiento material de la infraestructura de Internet, también está sufriendo una expansión exponencial en los últimos años.
Antonio Aretxabala (2020) en su reciente artículo en torno al 5G nos aporta alguna información al respecto: “La computación –solo en la nube– usa ya alrededor del 2% de la electricidad producida en el mundo por todos los sistemas de generación eléctrica. La enorme red de inmensos centros de datos en los que se basa la computación en la nube demanda 100 veces la electricidad por unidad de superficie que, por ejemplo, un rascacielos moderno como el de Iberdrola en Bilbao. El Departamento de Energía de EE UU ha calculado que el uso de energía de los centros de datos supera con creces el de toda la industria química de aquel país. El uso de energía en la última era digital se expandió el 90% entre 2000 y 2005, luego bajó sus espectaculares incrementos tras la crisis del 2008 con un 24% entre 2005 y 2010”.
Algunas cifras ya dan per se cuenta de la enormidad del consumo de energía de las TIC: la filial de Google, Youtube, es la empresa que más electricidad consume de todo el mundo –esta empresa, y los vídeos en streaming en general, concentra hasta el 80% del total del tráfico de Internet– y, según el informe de 2017 de Greenpeace “Clicking Clean” (Cook et al., 2017) –que toma como referencia al conjunto del sector de las tecnologías de la información y lo compara con el consumo de países–, los datos del año 2012 al 2014 ya situaban al sector de las TIC en el tercer puesto a nivel global, no demasiado lejos de potencias como China y EE UU y por delante de Rusia, Japón e India. Hablamos de un 8% del consumo total de energía, una cifra ya enorme pese a no reflejar la tremenda explosión del tráfico de datos de los últimos años: con el paso del 3G al 4G este aumentó hasta en un 60%.
¿Digitalización y descarbonización o digitalización vs. descarbonización?
Uno de los intentos más sistemáticos de estimar cómo este aumento del consumo de energía se está necesariamente transformando en un agravamiento de la emergencia climática fue el estudio “Evaluación del impacto de las emisiones de TIC a nivel mundial: tendencias para 2040 y recomendaciones” (Belkhir & Elmeligi, 2018). En este, sus autores se propusieron “llevar a cabo un análisis detallado y riguroso del impacto del carbono proveniente de las TIC a nivel mundial, incluidas tanto la producción como la energía operativa de los dispositivos de las TIC, así como la energía operativa que se precisa para respaldar la infraestructura de dicha industria”.
Su conclusión es contundente: “La contribución de las TIC a las emisiones globales de gases de efecto invernadero podría crecer de 1 a 1,6% en 2007 a más del 14% de las emisiones totales en 2040”. Las TIC son el sector industrial cuyo consumo de energía ha crecido más vigorosamente en los últimos años y, de cumplirse las promesas del sector que después discutiremos, este no dejará de acelerarse.
Lo anterior muestra que si la digitalización es inseparable de la descarbonización no es precisamente porque la primera vaya a ser un instrumento de la segunda, sino porque la primera es ya uno de los principales obstáculos con los que se encuentra la segunda. Hoy, aproximadamente el 81% del mix energético mundial sigue compuesto por combustibles fósiles. Las enormes dificultades que implican la salida de esta hegemonía fósil han sido exploradas en detalle por investigadores como Carlos de Castro y su equipo (Capellán-Pérez et al., 2019; De Castro Carranza, 2017). Existen límites técnicos y políticos a la sustitución de nuestro metabolismo fósil por uno renovable, pero también límites termodinámicos. Los captadores de energía renovable, en sí mismos no renovables y sujetos a la necesidad de sustitución cada pocas décadas en procesos petrodependientes, tienentasas de retorno energético muy inferiores a las de los combustibles fósiles (Prieto, 2006). Estos procesos de sustitución son en sí mismos consumidores de energía, tanto en la producción como en el desecho.
Estos límites afectan de igual modo al proyecto de una hipotética descarbonización del sector de las telecomunicaciones, que disfruta de un respaldo fósil del que no puede prescindir. Este es especialmente sensible a uno de los límites técnicos de las energías renovables: el problema de la intermitencia. El viento no siempre sopla y el sol no siempre brilla, pero los servidores no pueden dejar de funcionar en ningún momento. De igual modo, tanto la fabricación como la instalación y el mantenimiento de los servidores y de las hipotéticas infraestructuras de captación de energía renovable que los alimentan dependen del uso de caminos, grúas, excavadoras, asfaltadoras o altos hornos que no utilizan electricidad y dependen casi en un 100% de energía fósil.
El enorme problema de la dependencia mineral
Pero, sin lugar a dudas, uno de los desafíos más importantes a los que se enfrentan tanto las TIC como la infraestructura renovable es a los crecientes cuellos de botella (Valero et al., 2018) en el acceso a determinados minerales cruciales para sus dispositivos. No solo porque la minería supone hoy entre el 8 y el 10% del consumo de energía primaria en el mundo, y las consecuentes emisiones de gases de efecto invernadero, sino porque muchos minerales que hoy se encuentran insertos en nuestro metabolismo son escasos en la corteza terrestre y, en ocasiones, se encuentran muy localizados en la misma. Lo anterior no ha impedido que su uso y extracción estén aumentando a un ritmo exponencial.
El sector de las TIC es en particular un voraz consumidor de tierras raras. Estas son 17 elementos, ninguno de cuyos usos es esencial para la vida, pero cuyas aleaciones y superaleaciones son cruciales para los nuevos dispositivos de telecomunicación. China controla en la actualidad aproximadamente el 90% de las mismas en todo el mundo. Además, las produce y las refina a partir de los minerales que extrae, y después las vende por todo el mundo. Así, el hecho de que en todo el planeta se apueste por el desarrollo de la digitalización es sinónimo de una enorme dependencia del gigante asiático. También demandan un flujo estable y abundante de otros materiales como el coltán o el litio y el cobalto utilizado en las baterías de los teléfonos móviles.
El aumento de la minería metálica para abastecer los mercados tecnológicos implica además una amenaza de contaminación sin precedentes por metales pesados y la destrucción de hábitats, con especial impacto en la Red Natura 2000 y otros espacios protegidos, además de los fondos marinos. De hecho, la destrucción de biodiversidad asociada a estos proyectos mineros es tan elevada que estudios recientes señalan ya que podría superar a los daños evitados por la mitigación de los efectos del cambio climático en los proyectos de descarbonización (Sonter et al., 2020).
La península ibérica no es ajena a esta escalada especulativa sin precedentes de la minería metálica (Vélez, 2020). Los proyectos de grandes minas a cielo abierto de litio en la Sierra de la Mosca de Cáceres o de cobalto en Castriz (A Coruña), así como el horizonte de extraer estos mismos minerales arrasando los fondos oceánicos de Canarias o Galicia, son solo algunos ejemplos del nuevo extractivismo digital que ha llegado ya con fuerza a nuestro territorio.
A velocidad de crucero hacia el colapso
Si los impactos asociados a la digitalización realmente existente son ya de por sí alarmantes, en el presente la apuesta por la tecnología 5G trata de crear condiciones para la llamada Cuarta Revolución Industrial (IVRI). Esta, idealmente, pondría en marcha un nuevo ciclo de acumulación capitalista basado en la automatización, la hiperconectividad de objetos y personas (Internet de las Cosas), el trabajo desregulado mediante plataformas, las nuevas formas de gobernanza urbana (smart cities), la digitalización de la agricultura, etc.
Se trata del intento de una nueva Gran Aceleración que va en sentido contrario a lo que de verdad necesitamos (Álvarez Cantalapiedra, 2018). La huida hacia adelante que supone el 5G puede compararse con el despliegue de los últimos moais de la Isla de Pascua (Turiel, 2019). En un mundo que sufre la emergencia climática y se sitúa en una trayectoria de colapso ecológico-social, lo que precisamos no es acelerar más (y las TIC en general funcionan como aceleradoras del turbocapitalismo), sino precisamente lo contrario: ralentizar, relocalizar, contraer el metabolismo social, reconectar con la naturaleza y construir un nuevo sentido de la vida que no se base en el consumo de mercancías.
Aunque es difícil de cuantificar a priori, todo parece indicar que la IVRI traerá asociados impactos metabólicos de una escala monstruosa que, sin lugar a dudas, reman en dirección contraria al tipo de aterrizajes de emergencia que el presente colapso ecosocial nos demanda. Por un lado, el consumo de energía explotaría debido a un aumento vertiginoso del tráfico de datos. Así lo señalan Belkhir y Elmeligi cuando afirman que: “Una limitación final de este estudio y que merece una investigación adicional es el impacto potencial de la aparición del Internet de las Cosas (IoT). A menos que la infraestructura complementaria cambie rápidamente a un 100% de energía renovable, la emergencia de la IoT podría eclipsar la contribución de los demás dispositivos de computación tradicionales y aumentar drásticamente las emisiones globales, más allá de las proyecciones de este estudio” (Belkhir & Elmeligi, 2018).
También Aretxabala (2020) proyecta que las cifras de tráfico de datos, en caso de llegarse a un despliegue completo del 5G, podrían como mínimo triplicar y como máximo alcanzar una cifra hasta 10 veces mayor de la actual. Hay que tener en mente que hoy solo unos pocos objetos pueden conectarse a Internet y, sin embargo, el consumo de energía asociado a dicha conectividad es ya comparable al de países enteros. ¿Qué esperar de escenarios en los que el número de objetos interconectados alcanzara, tal y como se proyecta, el número de 1.000.000 por km2? ¿Cómo no esperar una explosión sin precedentes del tráfico de datos si sabemos que 1.000.000 de coches autónomos necesitarían un nivel de intercambio de datos equivalente al de 3.000.000.000 de personas usando su smartphone? Ya a día de hoy sabemos que el consumo de energía de las pocas antenas 5G instaladas en China es tan elevado que las empresas responsables de estas se están viendo obligadas a apagarlas durante la noche (Borak, 2020)…
Como ya señalé antes, también es fácil prever que una digitalización masiva como la que las élites proyectan nos llevaría a una profundización de la emergencia climática. Especialmente porque el aumento en el consumo de energía que generaría difícilmente podría desligarse de la quema de unos combustibles fósiles que el reciente “World Energy Outlook” (International Energy Agency, 2020) prevé que sigan suponiendo el 76% del mix global para 2030. Así, la conclusión de Ben Tarnoff (2019) parece difícil de debatir: para descarbonizar necesitamos desdigitalizar y descomputadorizar.
Conclusión: contra la doctrina del shock digital
En conclusión, pese a que los programas de recuperación poscovid de todo el mundo, incluyendo el europeo Next Generation EU, pretendan hacernos creer que la digitalización se puede convertir en una herramienta para hacer frente a la multitud de desafíos ecosociales que el colapso dibuja, la realidad es que esta está construyendo sociedades muy poco resilientes (Lodeiro, 2020). Esta genuina doctrina del shock digital (Klein, 2020), a la que los estados y las GAFAM nos están sometiendo, esconde una verdad básica: la digitalización extrema que propone la IVRI no será viable en los contextos de descenso energético e inestabilidad climática que nos esperan en las próximas décadas (Fernández Durán & González Reyes, 2014). Por tanto, cada vez que entregamos una faceta de nuestra actividad social o de nuestra capacidad productiva a estas nuevas propuestas digitales, reducimos la posibilidad de construir salidas de emergencia que, asumiendo algunos de los inevitables impactos del colapso, nos permitan llevar vidas lo más dignas, justas, igualitarias y autónomas posibles.
Sería, en cambio, un error pensar que no hay nada de que preocuparse ya que el colapso hará de proyectos como la IVRI un imposible metabólico. Además de que el grado de avance del mismo será inversamente proporcional a nuestras posibilidades de mantener vidas buenas, como antes señalaba, existe un riesgo muy real de que sus recursos queden finalmente en manos de élites políticas y económicas que los utilizarían, como ya hacen hoy en China abiertamente, con fines represivos. Es más, una IVRI parcial y en manos de las élites podría convertirse en un instrumento privilegiado para la instalación de un ecofascismo (Almazán, 2019), un miedo justificado a la luz de que en torno al 70% de la inversión proyectada en 5G está en manos de empresas de seguridad y videovigilancia…
Por último, es más necesario que nunca poner en tela de juicio el 5G y su mundo porque no existe hoy bloqueo imaginario mayor para la construcción de sociedades ecofeministas y decrecentistas (Almazán Gómez, 2019) que la idea de que gracias a la tecnología podremos solucionar todos los problemas que nuestras sociedades capitalistas industriales han generado. Para construir una genuina cultura de los límites que nos permita abrazar una autocontención individual y colectiva, una Nueva Cultura de la Tierra, necesitamos abandonar de una vez por todas la tecnolatría que nos conduce paso a paso hacia el colapso.
Adrián Almazán es profesor de Filosofía en la Universidad de Deusto. Es licenciado en Física y doctor en Filosofía por la UAM. Forma parte de Ecologistas en Acción, donde coordina el área de Digitalización, Informatización, TIC, CEM y 5G, y es miembro del colectivo La Torna
Referencias
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