Lotófagos
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Lotófagos
Artículo de Juan María Martínez Otero,
autor de Tsunami digital, Hijos surferos
autor de Tsunami digital, Hijos surferos
En su retorno a Ítaca, uno de las pruebas
que debe superar Ulises es el tránsito por la isla de los lotófagos.
Los habitantes de esta misteriosa isla se alimentan de ciertos lotos,
con unas propiedades amnésicas, que les hacen olvidar su identidad:
quiénes son, de dónde vienen, a dónde van. Quien come los lotos
experimenta una sensación de felicidad y ligereza, pero al precio de
renunciar a sus raíces y a su destino. A los pocos días de llegar,
Ulises constata con sorpresa las nefastas consecuencias de la dieta de
la isla: los hombres de su tripulación se han convertido en lotófagos, y
renuncian a continuar su viaje de regreso a casa.
Tras varios años de estudio sobre los
riesgos que los adolescentes afrontan frente a las nuevas tecnologías, y
tras más de sesenta charlas en colegios, asociaciones e institutos, he
llegado a la conclusión de que el principal peligro de Internet y las
tecnologías digitales es el mismo que afrontó Ulises en la isla de los
lotófagos: la distracción, la amnesia, el olvido. Y si este riesgo nos
acecha a todos los usuarios de la Red, los adolescentes son quizá el
público más expuesto. Por su menor capacidad de resistencia, su menor
madurez y su menor criterio. Pensemos qué ofrece a los marineros la isla
de los lotófagos: despreocupación, entretenimiento, placer. Exactamente
lo que tantas veces buscan los jóvenes –y no tan jóvenes- en Youtube,
Instagram o Twitter. Las nuevas tecnologías nos ofrecen de modo fácil
mil maneras de evasión, ya sea en forma de entretenimiento, información,
comunicación con otras personas… Pero, ¿a qué precio?, debemos
preguntarnos. Tantas veces, al precio que pagaron los compañeros de
Ulises: el de olvidar nuestra identidad, nuestra proveniencia, nuestro
destino.
Este precio, además, lo pagamos a todos
los niveles. A nivel superficial y diario, cuando abrimos Internet para
hacer algo concreto, y lo cerramos media hora después sin haber hecho
aquello que inicialmente nos propusimos. ¿No les ha pasado nunca? ¿No es
esto ser pequeños lotófagos digitales? Pero el precio no acaba ahí, en
esa calderilla de tiempo desperdiciado. El precio también se paga en
billetes grandes, a nivel profundo y existencial. Un uso intemperante de
Internet mina la capacidad de concentración; empeora el rendimiento
escolar o profesional; debilita las relaciones personales. En la Red
todo es rápido, fácil, fugaz. Pero hay muchas cosas que valen la pena
que requieren tiempo, trabajo, constancia: precisamente esos hábitos que
el uso de Internet desincentiva. Es más, todas las cosas grandes que
uno puede heredar o conquistar en la vida –nuestras raíces y nuestro
destino-, han requerido o requieren esa combinación de tiempo, energía y
paciencia.
¿Es Internet una buena escuela de estas
actitudes? La respuesta nos la da una mirada sincera y sin optimismos
ingenuos a una amplia mayoría de adolescentes y jóvenes de hoy: no son
capaces de leer media hora seguida sin interrupción; de mantener una
conversación sin mirar constantemente el móvil; o de visitar un museo o
contemplar una puesta de sol sin hacer fotos compulsivamente con su
teléfono móvil. No han leído a Cervantes ni a Delibes, les aburre John
Ford, no distinguen a Mozart de Beethoven. Ah, y tampoco quieren cambiar
el mundo. No tienen tiempo para eso, tienen que twittear y ver videos
de risa en Youtube. Quizá alguno, leyendo estas reflexiones, me tildará
de apocalíptico tecnológico, o de pájaro de mal agüero digital. “Estos
jóvenes tienen otra sensibilidad, leerán otras cosas, construirán otras
cosmovisiones”, sostienen. A quien así piense, le invito a leer
detenidamente una de las más brillantes distopías de la primera mitad
del siglo XX, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, que describe muy bien
qué sensibilidad estamos desarrollando. Si Orwell o Bradbury temieron un
futuro oscuro donde estuviera prohibido pensar y los libros se
quemasen, Huxley, más certero, imaginó una sociedad donde no hiciera
falta prohibir o quemar libros, porque ya nadie quisiera leerlos. Temió
el advenimiento del reino de los lotófagos: una sociedad adolescente,
irrelevante, banal y autosatisfecha. Una sociedad sin raíces ni
proyectos; sin sufrimiento, pero sin sentido; divertida, pero
intrascendente. Para no olvidarse nada, Huxley también imaginó lotos: el
soma, una droga que los hombres del futuro consumen para olvidar su
tristeza y su vacío existencial. Seamos realistas: en gran parte, ese
futuro temido por Huxley ha llegado. Los lotófagos ya están aquí.
¿Volver a Ítaca? ¿Con lo bien que estamos aquí?
No pretendo con estas líneas negar las
maravillosas oportunidades que Internet y las tecnologías digitales nos
ofrecen. Pero olvidar que dichas herramientas tienen sus riesgos,
especialmente para los adolescentes, me parece una ingenuidad. Debemos,
por lo tanto, defendernos de la fuerza atractiva de Internet, luchando
cada día contra la distracción permanente y contra la amnesia de los
grandes ideales, que su uso tan a menudo produce. Ignorar estos riesgos,
y no prevenir a los más jóvenes frente los mismos, implica abandonarles
a la fuerza todopoderosa de las industrias del entretenimiento y de la
disgregación. Tengamos el valor de defendernos y de defenderles, como
hizo Ulises. No podemos defraudarles, abandonándoles en la isla digital
de los lotófagos.
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