La enfermedad moral del patriotismo

Natural
 es todo aquello que inventaron los hombres y las mujeres antes que 
naciésemos nosotros; toda mentira que no cuestionamos es necesariamente 
una verdad. Una mentira útil nunca sirve al engañado sino al que engaña.
 Una mentira útil, un instrumento de la perversión inhumana es el 
patriotismo.
Por todos lados vemos inflamados 
discursos patrióticos, actos públicos, guerras y matanzas, ofensas y 
contraofensas, ceremonias de honor y ritos solemnes impulsados por esa 
orgullosa y arbitraria discriminación que se llama patriotismo. Claro, 
no se pueden montar discursos en nombre de los intereses de una clase 
social, ya que la tradición no es suficiente para sostener un concepto 
moralmente insignificante y generalmente negativo, como lo es el 
concepto de «interés». Por lo tanto, se apela a un concepto de larga y 
bien construida tradición positiva: el patriotismo. Con ello, se niega 
la división interna de la sociedad afirmando la división externa. La 
división interna —de clases, de intereses— no desaparece, pero se vuelve
 invisible y, a la larga, se consolida con la sangre del patriota que no
 pertenece al reducido círculo de los intereses que la promueven. El 
patriota muere religiosamente por su patria. Su patria concede medallas a
 sus padres, a sus hijos, y toda la seguridad a sus «intereses». Así, 
morir es un honor. El honor no procede de una reflexión moral sino del 
discurso patriótico, del rito, de los símbolos nacionales, de una 
virtual trascendencia del individuo en la «salvación» de su patria.
No
 voy a entrar ahora a analizar el significado de la trágica sustitución 
de interés real por patriotismo interesado. Simplemente me bastará con 
anotar que sólo la idea de «patriotismo» es insostenible, desde un punto
 de vista humano, desde la conciencia de la especie a la que 
pertenecemos. Es más: el patriotismo no sólo es insostenible para 
cualquier humanismo, sino que se lo usa para destruir a una humanidad 
que busca, desesperadamente, su conciencia universal.
El
 sentimiento patriótico es pasivo y activo, es impulsado por los ritos, 
por los discursos y por las ceremonias. Pero también es el motor de 
todas ellas. El patriotismo es la conciencia egoísta de la tribu que le 
impide la evolución a un estado de conciencia universal: la conciencia 
humana. El patriotismo es uno de los mitos más consolidados desde los 
últimos siglos. Por naturaleza, el patriotismo no sólo es la 
confirmación casi inocente de la pérdida de individualidad en beneficio 
de un símbolo artificial, creado por la milenaria tendencia humana del 
dominio de una tribu sobre las otras.
Ahora
 bien, podemos decir que un país puede ser una región cultural más o 
menos definida —y siempre imprecisa—; que la idea de país tiene ventajas
 en la organización administrativa de la vida pública. De acuerdo. Pero 
el reclamado sentimiento patriótico, mezcla de fanatismo religioso y 
utilidad secular, antes que nada es la negación de todos los pueblos que
 no incluyen al patriota. Si soy nacionalista, si soy patriota, estoy 
dando prioridad moral a un conjunto de hombres y mujeres desconocidas 
(mis compatriotas) sobre un conjunto más amplio de  desconocidos (la 
humanidad). Puedo beneficiar a mi familia, a mi ciudad, a mi país en 
alguna decisión propia. De hecho siempre tendremos tendencia a 
beneficiar a nuestra familia antes que a la familia del vecino. Pero 
puedo hacerlo de forma consciente y no valiéndome de una mentira para 
justificar cualquier acto delictivo de alguno de los integrantes de mi 
círculo afectivo más próximo. Y el patriotismo es precisamente eso: una 
condición de irreflexividad. Para ser patriota debo aceptar cierto grado
 de acrítica —a veces mínimo, a veces obsceno—, pero ese grado, por 
mínimo que sea, es todo lo que tiene de patriota un individuo. Todo lo 
demás es lo que tiene de individuo. Esto no niega que alguien pueda 
sentir «amor» por un lugar concreto, por un país, y que pueda dar la 
vida en su defensa. Un sentimiento de amor es irrefutable. Pero este 
«entregar la vida por amor» no significa que la motivación de los hechos
 no esté motivada en un error, en un engaño. El amor es irrefutable, 
pero lo que hace el amor sí puede serlo. Y para que ese amor se 
identifique con la motivación errónea en necesario, además, un fuerte 
sentimiento patriótico. Para que ese amor nos lleve a la muerte sin el 
paso previo de una profunda reflexión moral es necesario un código 
incuestionable, una condición de fanatismo, el anestésico de un rito 
religioso, el patriotismo. De esta forma, la estrategia más efectiva del
 patriotismo consiste en identificarse —entre otras cosas— con el amor, 
es decir, con el altruismo, siendo que su objetivo es, paradójicamente, 
egoísta. Es decir, en nombre del altruismo, el egoísmo; en nombre de la 
unión, la discriminación.
No
 podemos negarlo. Todo patriotismo significa una discriminación, un 
crédito que extendemos a quienes comparten nuestra nacionalidad y se lo 
negamos a quienes no la comparten. Ahora, ¿por qué este crédito? Este 
crédito moral sólo puede tener una función profiláctica, pretende evitar
 la crítica y el cuestionamiento a quienes poseen el beneficio, la 
alianza interior. Pero es un crédito injusto, inhumano, discriminatorio,
 arbitrario.
La 
reflexión es cuestionamiento, el cuestionamiento es duda, y la duda 
siempre es un estorbo para los intereses ajenos. Un soldado que piense 
gasta inútilmente sus energías mentales. Si acaso se niega a ir a una 
guerra que considera injusta, recibirá todo el peso de la ley, la 
cárcel, y la lapidaria deshonra de «traidor a la patria». Lo que 
demuestra, una vez más, que sólo un reducido grupo —con intereses y con 
poder— puede administrar el significado de lo que es y no es «patriota».
 Es decir, patriota es alguien que no cuestiona, que no critica. El 
patriota ideal no piensa.
Yo
 me reconozco como uruguayo. Reconozco una vaga región cultural llamada 
Uruguay. Pero de ninguna manera soy patriota. Me niego a ser patriota 
como me niego a responder a una raza —otra histórica arbitrariedad de la
 ignorancia humana—. Me niego a inyectarme ese sentimiento militarista. 
Ser patriota es confirmar la arbitrariedad de haber nacido en un lugar 
cualquiera de este mundo, negando el mismo derecho que merece un 
africano o un asiático de merecer mi más profundo respeto, mi más firme 
defensa como ser humano. Desde niños, las instituciones sociales nos 
imponen ese sentimiento. Hace varios años uno de mis personajes, en el 
momento de jurar «dar la vida por su bandera» en su tierna infancia, 
gritó «no juro», alegando que ese juramento era inválido e inútil, que 
gracias a ese juramento los asesinos y corruptos podían recibir sus 
credenciales de ciudadanía igual que cualquier honesto trabajador. Etc. 
Estoy de acuerdo con mi propio personaje. ¿Por qué debo amar a un 
desconocido compatriota más que a un desconocido australiano o más que a
 un desconocido portugués? ¿Por qué habría de entregar mi vida por una 
región del mundo en desmedro de otra? ¿Por qué el Uruguay habría de ser 
más sagrado que el Congo o Singapur? ¿Por qué debo considerar a mis 
compatriotas más hermanos que un argelino o un mexicano? Sí, me siento 
culturalmente más próximo a otro uruguayo, compartimos una historia, una
 forma de sentir el mundo, de hablar, de comer. Pero eso no le da 
prioridad a ningún compatriota mío a ser considerado más ser humano que 
cualquier otro.
Por todo eso, y por mucho más, no soy patriota. Seré patriota el día que se reconozca como única patria a la humanidad —así, sin discriminaciones.
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