El proceso de capitalización de la montaña pirenaica
Mercantilización y destrucción del
Pirineo catalán
En un mundo globalizado, luego en una
sociedad urbanizada, donde buena parte de la población tiene
bastante capacidad adquisitiva, vehículo propio y suficiente tiempo
“libre”, los servicios de relax y evasión llegan a ser el sector
de la economía más expansivo. En la sociedad de consumo el ocio
ocupa un lugar cada vez más importante en la vida alienada. En la
periferia, al colapsarse la producción industrial por falta de
competitividad y escasa innovación tecnológica, la economía se
refugia en otras actividades con menor valor añadido, por ejemplo,
la logística, la construcción y por encima de todo el turismo de
masas. Este es el caso del Estado español, y como corolario, el de
Cataluña. Una vez pasada la crisis de 2008-2014, concretamente en el
ámbito catalán, el turismo industrial se ha convertido en el motor
económico principal, lo que supone inevitablemente un impacto y una
alteración profunda del territorio, cualitativamente superiores a
todo lo sucedido hasta ahora. Una huella ecológica superlativa.
El
turismo “es una fuente de riqueza” y un “impulsor del
crecimiento”, dice un tecnócrata de la Generalitat, pero también
es una industria que ocasiona trastornos inmediatos; es un factor de
desequilibrio y de trivialización de primera magnitud, además de un
yacimiento de trabajos basura y un promotor vigoroso de la
construcción y de la alimentación industrial. Las inversiones
foráneas, la edificación de nuevas urbanizaciones, equipamientos e
infraestructuras, la sobreexplotación del patrimonio histórico,
cultural y paisajístico, el despilfarro de energía, la
contaminación y la acumulación de residuos a gran escala, etc., son
los heraldos de una nueva realidad territorial. Estas señales tan
bárbaras revelan el verdadero significado de lo que los dirigentes,
técnicos, expertos y asesores llaman “poner en valor” el
territorio, “optimizar” sus recursos, “rentabilizarlo”, y
como colofón, “fomentar tejido emprendedor” y “ejercitar
liderazgos”. Este léxico, pedido prestado al márketing, revela
claramente la transformación del territorio en mercancía. En
consecuencia, patrimonio, costumbres, historia y naturaleza
constituyen un capital de nuevo tipo. Cuando acabe el proceso de
valorización, que también es de reglamentación, cualquier otra
actividad que no encaje en la “oferta” territorial, o sea, que no
acarree beneficios pecuniarios, como por ejemplo, la agricultura y la
ganadería tradicionales, la cooperación desinteresada, el trueque,
la hospitalidad y el esparcimiento gratuito, tienen los días
contados. Pagaremos por todo, tanto por las setas recogidas, como por
acampar o contemplar de cerca un salto de agua. La rentabilidad del
negocio del esparcimiento obligará a ello si es que no lo ha hecho
ya. La gestión del territorio como si se tratara de una empresa, o
dicho de forma más técnica, su transformación en “marca”,
dejará a sus habitantes fuera de las decisiones, expropiados, puesto
que las únicas necesidades que importan son las exigidas por la
acumulación de capitales y las dinámicas de poder, no las del
vecindario. La vida en las comarcas de montaña quedará entonces
totalmente redefinida por las jerarquías políticas, administrativas
y financieras que determinan en cada momento el uso del territorio,
uso fijado por continuos planes de desarrollo, a cada cual peor.
La cosa viene de lejos. Lo que
contemplamos hoy no es más que la integración de un mercado
regional en un mercado global. El proceso de mercantilización en las
montañas pirenaicas empezó durante los años sesenta con la
construcción de las estaciones de esquí de Baqueira-Beret y La
Masella (ya existían las de La Molina y Vall de Núria). Dicho
proceso no tomó nuevos bríos hasta mediado los años ochenta con el
boom de las segundas residencias, disparándose una década más
tarde con la apertura de nuevas pistas (actualmente son diecisiete),
la nieve artificial, la popularidad de los deportes de aventura y la
práctica del alojamiento rural.
La primera fase no tuvo gran
impacto, pues el coche utilitario no daba para mucho y el televisor,
que hacía su aparición en los hogares proletarios, mantenía
pegados los individuos a sus sillones.
La segunda fue peor, ya que la
motorización general acrecentó sobremanera la movilidad ciudadana y
la frecuentación multitudinaria. El ocio se “democratizaba”; un
primer plan de ordenación de las estaciones trataba de perfilar el
negocio de la montaña mientras la despoblación se detenía en esas
alturas. La decadencia de la ganadería y la agricultura de siempre,
la crisis definitiva del textil y el cierre de la minería, abrieron
la puerta de par en par a la explotación intensiva de la nieve, los
ríos, los prados, los bosques, las cumbres, las masías y los
senderos.
La tercera fase, correspondiente a la creación de la marca
Pirineos, requirió la ayuda del Estado y la inyección de capitales.
La conectividad con los centros emisores de turistas se volvió
esencial. Por eso eran necesarios grandes gastos en carreteras,
pistas, accesos, líneas de alta tensión, canalizaciones,
vertederos, túneles, viaductos, etc. Hoy, miles de vehículos
circulan a diario por la zona provocando embotellamientos durante los
fines de semana y los periodos vacacionales, lo cual exige
perentoriamente nuevos carriles, desdoblamientos, variantes, nuevos
enlaces y mejoras diversas. Urgían desembolsos de consideración en
equipos, suministros y servicios complementarios, como por ejemplo
aparcamientos, telesillas, gasolineras, depósitos de agua para los
cañones de nieve, caballerías, garajes, almacenes, hangares,
comercios, etc. El tramo de autopista Barcelona-Manresa quedó
dispuesto en 1994 y la autovía Manresa-Berga, en 1999, favoreciendo
como nunca la llegada del alud urbanita. Barcelona engullía a
Cataluña: las condiciones barcelonesas de vida se habían extendido
por todas partes. En las comarcas, la población entera se convertía
en rehén de una economía caníbal irradiada desde la metrópolis.
La cuarta fase, la de la internacionalización de la marca, está
relacionada con la llegada masiva de turistas de otras regiones
españolas y extranjeros (el 40% del total). Comenzó en 2004 con el
Plan estratégico del Turismo de la Nieve y la creación de la
Eurorregión Pirineos-Mediterráneo, una estructura transnacional,
constituye un salto cualitativo en el desarrollo desequilibrado y
violento del territorio, fundado en un incremento superior de
instalaciones, la ampliación de la red de transporte y una
desintegración social calculada. El proyecto disparatado del
macrocomplejo de la Vallfosca, una especie de Eurovegas pirenaico,
ilustra si necesidad había el delirio desarrollista de los
dirigentes actuales. El crecimiento no puede demorarse. Gracias a la
aportación interesada de capital exterior, el territorio montano
está siendo “ordenado” con planes territoriales para soportar la
llegada de un montón suplementario de turistas venidos de otra
parte. Los billetes de avión, la visita a los casinos y el paseo por
la playa irán incluidas en el lote. El objetivo no puede ser otro
que la completa transformación de las comarcas pirenaicas en un
grandioso parque temático, una disneylandia alpina.
La industrialización de la economía
catalana primero, seguida de la terciarización, habían creado un
monstruo, el área metropolitana barcelonesa, que formaba un sistema
urbano con otras conurbaciones menores conectado por autovías,
autopistas y circunvalaciones. Y aquel monstruo albergaba a una
extensa clase media con unas ansias de consumir territorio a tener
muy en cuenta. Mientras tanto, la vida en la metrópolis había
llegado a ser tan pobre, tan claustrofóbica, que las ganas de
desconectarse auque fuera sólo un poco, de escapar hacia la
naturaleza como antes hacían los burgueses y los aristócratas,
fueron irreprimibles. Para esta clase, y para el proletariado que la
imitaba en lo que podía, la ociosidad no era descanso e inactividad,
sino ponerse en movimiento y hacer cualquier cosa que estuviera de
moda para llenar su vacía existencia. Así pues, el aburrimiento y
el hastío de las nuevas clases medias dieron lugar a la
mercantilización del ocio, mediante la cual éste se volvía
trabajo. El tiempo “libre”, gracias al estrés y al vacío de la
vida privada en la conurbación, se convirtió en la materia prima de
una industria capaz de empujar hacia arriba la demografía comarcal
pirenaica, desarticular el territorio, orientar la vida de su gente
hacia el consumismo, halagar el mal gusto de los visitantes y
arruinar la belleza del entorno. El bronceado de montaña se volverá
entre los metropolitanos un detalle de distinción, un trofeo, el
rasgo diferencial de la marca Pirineos. El régimen capitalista tenía
en los fugitivos de la metrópolis a su base social más ferviente,
dispuesta a votar disciplinadamente a cualquier candidato pro
turismo, y todos lo eran. Mientras esto sucedía, los grandes
beneficiarios de la invasión de los excursionistas motorizados
domingueros venidos de todas partes se relamían por el éxito en
FITUR y por el reconocimiento de la zona pirenaica como destino
turístico de excelencia por parte de la Unión Europea. Los Pirineos
se sumergían en el mercado europeo y Barcelona compartía con otras
conurbaciones transfronterizas la función colonizadora que antaño
tenía en exclusiva. Era la plasmación última de la idea de
progreso: el dominio nocivo y maligno de la naturaleza y la sociedad
montañera por la ciencia, la tecnología, la economía y el Estado.
Todo el deporte de montaña, de la
helibike al barranquismo, del trekking al snowboard, del parapente al
esquí nórdico, es una concreción de la mentalidad capitalista
primigenia: gusto por la competición, superación del obstáculo,
resiliencia, culto al esfuerzo, atracción por el riesgo,
exhibicionismo… No obstante, a los directivos síquicamente
agotados por el trabajo el comercio montaraz dispone una cura a base
de hidroterapia y tratamientos sicofísicos (wellness). El espíritu
del capitalismo renace a partes iguales con la imagen del deportista
y la del ejecutivo neurótico, pero todavía más en los
especuladores: Los negocios inmobiliarios de la costa y el área
metropolitana se dan con menos trabas en las comarcas del interior,
ya que no hay oposición local efectiva, así que la ganancia es lo
único que cuenta y el beneficio económico del turismo, comparado
con el de cualquier otra actividad anterior, es de una superioridad
aplastante. Hoteles, cámpings, campos de golf, promociones,
discotecas, locales de comida basura, centros comerciales y
automóviles a espuertas, reproducen las condiciones del hábitat
urbano e imponen los valores de una vida prisionera del consumo.
Suben los precios de la tierra y de los alquileres de las casas, el
folklore local se degrada en espectáculo, las fiestas adquieren un
toque superficial y carnavalero; el pasado se museifica y en
definitiva los nexos morales se cambian por otros comerciales. El
turista no tiene ningún interés en conocer los lugares que pisa y
menos aún sus habitantes, por lo que se conformará con
estereotipos. No es demasiado partidario de la autenticidad: con unos
pocos elementos de color local y unos cuantos productos típicos
tendrá suficiente. El ángel del kitsch le acompaña y protege de
una originalidad excesiva: la vulgaridad y el mal gusto mandan.
Podemos decir que la metrópolis proporciona una nueva forma material
y espiritual al territorio; lo uniformiza, lo debilita y lo corroe
sin que éste pueda defenderse, falto de fuerzas y medios. El turismo
deja la sociabilidad local en una situación mucho más frágil que
antes. Fin del espíritu comunitario, de la mano solidaria, de la
mismísima noción de pueblo.
Cuando el coche se convierte en una
especie de prótesis del habitante de la gran urbe, el territorio se
encuentra sometido absolutamente por ella y acaba por reflejarla en
todos sus aspectos. Es ya un espacio periurbano, un satélite de la
aglomeración metropolitana. La vida parasitaria ahora desempeña en
él un papel decisivo y de rebote nacen nuevas clases emprendedoras y
neorrurales ligadas directa o indirectamente al desarrollo
unidireccional establecido. Para cambiar las cosas en el campo habría
que cambiarlas en la ciudad. Para rehacer una vida sin apremios
económicos en la periferia sería necesario desmantelar el centro.
Nada liberador será posible si no salimos del capitalismo, pero no
saldremos de él si dejamos atrás intactas todas sus estructuras.
A medida que las fuerzas destructivas
del entramado turístico ganan terreno, se diversifican y se
desestacionalizan, los espacios agrestes se masifican y
despersonalizan, el paisaje se erosiona y la naturaleza retrocede; la
flora se marchita pronto y la fauna se contrae y emigra a donde
puede. Las contradicciones del desarrollismo se manifiestan en forma
de urbanización desbocada, crisis ecológica, agotamiento de
recursos y malestar social. Aunque la conciencia del carácter
eminentemente devastador del crecimiento económico no surja de forma
clara como oposición frontal fuera de minorías que se empeñan
contra viento y marea en la defensa del territorio, la inquietud de
quienes dependen económicamente del turismo ante las pérdidas
debidas a la saturación, ha despertado una determinada sensibilidad
por la conservación y la protección del medio. La expresión mágica
de “turismo sostenible” se halla en boca de los representantes de
los denominados “actores sociales”: organizaciones de
empresarios, administración, grupos ecologistas, sindicatos y
partidos políticos. Si bien el modelo de mercado permanece
incuestionable, en paralelo sale la propuesta de “desarrollo local
alternativo”. Esta clase de desarrollo quiere ligar consumo,
estropicio y crecimiento con reposición y equidad, a base de
“instrumentos de intervención y transformación de la economía”,
es decir, con leyes, ordenanzas, tasas, contratos y programas
promovidos o apoyados por las instituciones. No se pretende una
desmercantilización del territorio, sino una explotación menos
agresiva, recurriendo a una red económica marginal que sirva de
paliativo y haga contrapeso al saqueo imparable del desarrollo puro y
duro. Nada se cuestiona, ciertamente no el sistema capitalista. Se
reivindica un uso sostenible del suelo sin pensar en desurbanizarlo;
se pondera el derecho a escoger y cultivar los propios alimentos sin
tocar la industria agroalimentaria; se piden normas racionales sin
derogar las directrices actuales bastante permisivas en lo que se
refiere a negocios dudosos; se reivindica un derecho consuetudinario
sin menoscabar el derecho mercantil; en resumen, se reclama un
turismo menos convencional, más ecológico, ignorando que ecología
y turismo son términos antitéticos.
En cualquier caso, ese turismo
de algodón nunca alcanzará más que una parte minúscula de la
demanda; nada comparable con el turismo de masas. Sin embargo, las
nuevas clases medias de las comarcas pirenaicas observan la
destrucción del territorio con preocupación, puesto que sus
intereses salen a la larga perjudicados, pero no desean enfrentarse
con los responsables. Son románticas y materialistas al mismo
tiempo, burguesas y populistas. Están sentadas entre dos sillas.
Quieren desarrollo y progreso sin las consecuencias que se derivan de
los mismos. Quieren relaciones equilibradas con el medio sin sacarlo
de la economía de mercado ni de la tutela del Estado: quieren a fin
de cuentas la lluvia (o mejor la nieve) y el buen tiempo.
Ni la regeneración del territorio, ni
la restitución a sus auténticos pobladores, pueden hacerse a
medias, ni tampoco pueden llevarse a cabo legítimamente desde la
administración, la política o la propia economía. La cogestión
entre autoridades, sindicatos, clubes juveniles y empresarios, sólo
es un mecanismo para armonizar el desarrollo más catastrofista con
los intereses de la población medio domesticada, con el fin de hacer
innecesarios los conflictos. Los típicos clichés de
“sostenibilidad”, “responsabilidad”, “participación”,
“democracia transversal”, “calidad”, “proximidad”, etc,
lo demuestran bien a las claras. La democracia territorial es algo
completamente diferente y tiene más que ver con la capacidad vecinal
de organizarse autónomamente y de vivir en común sin mediaciones
mercantiles ni dirigentes. Para revitalizar el territorio hay que
desparasitarlo, lo que equivale a sacarlo de la economía mediante
una acción descentralizadora, desindustrializadora y desurbanizadora
que comportaría por un lado, un enfrentamiento con las clases
dominantes y sus servidores políticos, y por el otro, una
ruralización salvaje. Los ruralistas han de sostenerse en base a un
compromiso sólido, pues necesitan objetivos claros y estrategias a
medida. Las ocupaciones y movilizaciones en defensa del territorio
han de permitir una correlación de fuerzas favorable a la autonomía
campesina, lo justo para animar otro tipo de huida de las
conurbaciones, de modo que no solamente se puedan repoblar los
lugares abandonados o a trance de serlo, sino que además se pueda
articular una red campesina y ganadera resistente a las normas, los
reglamentos y los controles administrativos. A pesar de que cerca de
quinientos municipios catalanes están en peligro de extinción al
caer fuera de los circuitos turísticos, cada vez resulta más
difícil una repoblación libre y una agricultura independiente. El
Estado se mete por en medio cuando no lo hacen las fuerzas vivas
municipales o los hombres de negocios, proscribe la ocupación de
tierras y casas abandonadas, registra el ganado, cuenta los árboles
y los cultivos, vigila las simientes, detecta a los huéspedes, en
fin, regula de toda actividad. Obliga a etiquetar los productos,
fotografía los edificios y propiedades, prohíbe la venta directa,
fija cuotas y precios, especifica pagos y cobra impuestos. Pocos son
los que se quejan abiertamente y su voz no se oye de lejos. Otros
prefieren ser “pragmáticos” y pasar por el aro. A pesar de todo,
la lucha continúa.
Dada la opinión mayoritariamente
favorable al turismo de la vecindad, la defensa del territorio ha de
empeñarse seriamente en una campaña de información. Por otro lado,
convendría remarcar sus dos vertientes, la desmanteladora y la
reconstructora. Es una doble lucha por liberar el territorio de la
economía y por impulsar una vida libre en el campo, arraigada, en
equilibrio con el entorno y ajena tanto a la normativa como a la
mística. Es una pelea constante por frenar los grandes proyectos
inútiles de las constructoras y los gobiernos y por cerrar el paso a
las frenéticas hordas urbanas y a las complacientes administraciones
locales. Un combate para crear formas de autogobierno y de trabajo
colectivo, para volver a los concejos abiertos (en el Berguedà había
dos, Fígols y Sant Jaume de Frontanyà), a las las juntas vecinales,
los campos abiertos y los bienes comunales. Por consiguiente, también
es una lucha por reencontrar la ciudad, por darle dimensiones humanas
y ponerla en marcha desde el ágora. No puede existir un territorio
libre envolviendo a una urbe esclava, ni una ciudad emancipada dentro
de un territorio subordinado.
Miquel Amorós - Charla del 24 de
febrero d 2018 en el casal d’avis de Berga, celebrando el séptimo
aniversario del grupo Piolet Negre.
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