[ Cultura y Anarquismo-tik hartua]
Recientemente se ha cumplido el bicentenario del nacimiento de Marx.
Este acontecimiento ha recibido la atención de diferentes articulistas
que han aprovechado la ocasión para hablar de esta figura histórica,
generalmente en términos aduladores. Por esta razón es hora de hacer una
valoración de las ideas contenidas en la obra de Marx, aunque sólo sea
de forma muy general, para examinar con la perspectiva del tiempo
histórico las consecuencias de las mismas.
En primer lugar hay que señalar que Marx es el fundador de una gran ideología que, a diferencia de todas las demás, lleva su nombre. Esto es bastante indicativo de la naturaleza tanto de sus ideas como del gran movimiento político que se inspiró en ellas y que adoptó el nombre de marxismo. La preeminencia de la figura de Marx como gran autoridad, tanto ideológica como intelectual y política, constituye un elemento central en el marxismo que viene complementado con el no menos notorio culto a la personalidad que tanto ha caracterizado a las organizaciones basadas en esta ideología.
Sin lugar a dudas la obra de Marx es prolija. Pero en el balance final que puede hacerse de esta es incontestablemente negativo, al menos si nos remitimos a las consecuencias que sus planteamientos ideológicos y filosóficos han provocado. En lo que a esto respecta son numerosos los ejemplos históricos de aquellos países en los que las ideas de Marx fueron puestas en práctica, o que en su caso inspiraron la instauración de regímenes autodefinidos como socialistas o populares. El resultado fue en todos los casos, sin excepción, la creación de inmensas distopías llenas de terror, violencia, corrupción y miseria. Ahí tenemos el caso de China donde el partido-Estado ejerce un dominio omnímodo sobre la sociedad, y donde la desigualdad y la falta de libertad es rampante. Pero también están otros casos no menos reseñables como el de Corea del Norte, Cuba, la URSS, la RDA, la Rumanía de Ceaucescu, la Albania de Enver Hoxha, la Camboya de Pol Pot, etc. Bien podrán decir los acólitos del marxismo que estos ejemplos son desviaciones de las ideas de Marx, y que estas no fueron puestas en práctica tal y como fueron pensadas por el propio Marx. Lo cierto es que este argumento, a la luz de los hechos, no se sostiene, y hoy vemos cómo la izquierda en todo el planeta está completamente desacreditada al igual que las ideas de Marx en las que históricamente buscó inspiración. Incluso aquellas organizaciones que sin ocupar posiciones de mando toman como referencia la obra y pensamiento de Marx demuestran en su práctica cotidiana, al igual que en el obrar de sus máximos representantes, la verdadera faz de las ideas marxistas: corruptelas, clientelismo, luchas de poder, violencia, sectarismo, autoritarismo, etc.
Si Marx se ha caracterizado por algo es por su completa falta de originalidad a la hora de desarrollar su propio pensamiento, hasta el punto de que la mayoría, por no decir la totalidad, de sus ideas sólo son préstamos tomados de otros autores que le precedieron. Lo esencial de su pensamiento ya estaba contenido en las obras de los materialistas franceses, especialmente de los fisiócratas, pero también en autores del mundo anglosajón como Adam Smith o David Ricardo, sin olvidar la más que obvia deuda intelectual con Hegel del que tomó su lógica dialéctica y la aplicó a los procesos históricos y sociales.
Marx ha pasado a la posteridad por haber sido uno de los personajes históricos que más daño ha hecho al pensamiento humano. Sus logros en este sentido son dos. El primero es haber articulado una gran narrativa en la forma de sistema de pensamiento que pretende explicarlo todo. En esto el marxismo no se diferencia en nada importante de ninguna religión pues al igual que estas se fundamenta en una serie de axiomas que operan como dogmas, y a partir de ellos desarrolla toda su lógica argumental y explicativa con la que organiza el mundo. Axiomas que por supuesto no están demostrados en modo alguno. Pero además de esto el marxismo se caracteriza por no dejar espacio para el libre pensamiento al implantar todo un sistema de ideas esencialmente cerrado que gira en torno a su propia lógica interna que se encarga de reproducir ad infinitum. Es de sobra conocido cómo el marxismo, allí donde han sido implantados regímenes políticos inspirados en esta ideología, ha suprimido toda libertad de conciencia y ha impuesto a la sociedad su particular forma de pensar que, para legitimarse, se ha presentado como científica y objetiva. Y ahí es donde el marxismo llegó a ser algo más que una ideología al pretender mostrar las leyes impersonales que rigen la historia, y que proporcionan el conocimiento preciso para transformar el mundo en un sentido revolucionario. De ahí que Lenin exclamase que el marxismo es todopoderoso porque es cierto.
El marxismo viene a ser una religión política en la que Marx es su profeta encargado de mostrar la verdad revelada constituida por el marxismo como nueva fe. El Capital, junto a otras obras como El manifiesto comunista, es la biblia de este credo político. En esa biblia está contenido el conocimiento que, en forma de leyes históricas, sociales y económicas, rige el universo y en virtud de las cuales este puede ser transformado. El partido comunista es la iglesia en la que se organizan los líderes de esta fe encargados de conducir a la comunidad de fieles, compuesta por el movimiento obrero, hacia el paraíso terrenal del comunismo, ese nuevo cielo en la tierra. La revolución viene a jugar el papel del día del juicio final, la gran catarsis que redimirá a los justos y condenará a los malvados. Engels, Lenin, Trotsky, Gramsci, Stalin, Mao, etc., son los apóstoles de esta religión que se ocupan de impartir directrices y desarrollarla en su puesta en práctica. Junto a ellos están los intelectuales comprometidos, esa vanguardia revolucionaria que vela por la ortodoxia ideológica en el seno del movimiento obrero y de la iglesia que constituye el partido. Son un nuevo clero que se encarga de decir lo que está bien y mal, lo que es aceptable y lo que no lo es, lo correcto e incorrecto, porque ellos están imbuidos de un conocimiento objetivo, científico y sobre todo auténtico que los convierte en una autoridad indiscutida. Y finalmente nos encontramos con el Estado que es en todo esto el nuevo Dios que nos salva. Un Dios mortal que en las manos correctas nos redime y actúa de manera benéfica, completamente desinteresada, para construir una nueva humanidad.
El segundo gran logro de Marx contra el pensamiento humano es su reduccionismo. Un reduccionismo que consiste en enfocar el mundo, y consecuentemente todos los procesos humanos, a través de una perspectiva tan limitada como la que ofrece la filosofía del materialismo histórico. Una filosofía que reduce al ser humano a la condición de estómago con patas al afirmar que el hecho fundamental de la sociedad es la producción, y por tanto la forma de obtener los medios de vida. La economía, y con ella las relaciones de producción, son la base de toda sociedad y el elemento determinante de su desarrollo histórico en la medida en que todos los restantes procesos sólo son epifenómenos de la base material y económica sobre la que se organiza la sociedad. Se trata de una concepción del mundo y de la vida esencialmente burguesa, y que sólo entiende la realidad en términos económicos, y por tanto numéricos y monetarios. Para el marxismo todo es una cuestión de beneficios económicos, de rentabilidad y productividad, y en última instancia de dinero.
El economicismo del marxismo, algo que comparte con el liberalismo, lleva a cabo una deformación profunda de la realidad al afirmar que el poder económico que se forma en las relaciones de producción es el que articula la superestructura política, de manera que esta última depende en todo lo esencial de la economía. El Estado, entonces, es el resultado de las relaciones sociales que se desenvuelven en la economía, y por tanto la consecuencia directa de la existencia de relaciones de explotación en la que la clase privilegiada se dota de los medios de coerción precisos para mantener su posición dominante. Esto es lo que condujo a Marx a considerar el gobierno del Estado moderno la junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa. Sólo la ruptura revolucionaria que conduzca al proletariado a la conquista del Estado puede hacer que este comience a funcionar en interés de la clase obrera al mismo tiempo que reprime a la clase explotadora. Un planteamiento que en modo alguno resiste cualquier análisis histórico del surgimiento del Estado y de su posterior evolución, y lo mismo cabe decir de los sucesivos intentos de poner en práctica las ideas de Marx.
El marxismo, con su economicismo, ha hecho lo imposible para presentar la economía como el factor determinante de la política. Y al hacerlo ha socializado entre la clase obrera una concepción burguesa del mundo que sólo tiene en cuenta los beneficios económicos, el dinero, la rentabilidad, etc., y que entiende todo, absolutamente todos los fenómenos sociales, en esos términos. El marxismo ha demostrado ser así un agente aburguesador de la clase obrera al sumirla en una ideología que rinde culto a la economía y al logro del máximo beneficio, y para la que el dinero y la producción lo son todo. El marxismo consiguió que la clase obrera aprendiese a pensar, sentir, ser y obrar como la burguesía, y sobre todo a resultarle apetecible todas aquellas cosas que precisamente le parecen apetecibles a la burguesía. El marxismo convirtió al burgués en el espejo en el que el obrero pasó a mirarse. Esto fue llevado hasta el punto de convertir la condición burguesa en la principal aspiración obrera. De este modo el marxismo preparó y ejecutó la derrota ideológica del movimiento obrero frente a la burguesía.
La imagen que el marxismo presenta de la realidad, especialmente en su versión socialdemócrata, es la de un mundo en el que banqueros, empresarios, etc., constituyen el poder económico que controla y dirige el Estado como máxima institución del poder político. El Estado sirve a los intereses de los capitalistas porque sólo es una maquinaria, un instrumento de opresión que, sin embargo, puede cambiar su finalidad si es controlado por el proletariado, y más concretamente por los representantes de esta clase social. Entonces el Estado se convierte en un ente salvador y benéfico que redime a la sociedad al pasar a estar a su servicio en la medida en que es dirigido y organizado según los preceptos establecidos por Marx.
Lo cierto es que Estado y Capital constituyen a día de hoy una misma y única realidad. Tal es así que el Estado es el principal poder económico en la sociedad al apropiarse de una porción del PIB por medio del gasto que ninguna corporación privada alcanza, llegando en algunos casos al 50 ó 70% del mismo. Esto hace que el Estado, con sus presupuestos, sea la organización que mayor cantidad de recursos financieros, económicos y materiales controla y gestiona, sin olvidar la ingente cantidad de funcionarios que tiene a su servicio como mano de obra (el Estado español dispone de aproximadamente 3 millones de funcionarios, más que ninguna corporación privada). Asimismo, ninguna empresa del capitalismo privado tiene la capacidad de gravar la economía con impuestos y menos aún de regularla por medio de innumerables organismos y agencias de las que dispone el Estado, sin olvidar las leyes que organizan tanto el mercado como la economía en su conjunto. El Estado se sirve en primer lugar a sí mismo, sólo después sirve al Capital y lo hace en la medida en que esto le permite servirse de este para conseguir sus propios objetivos que, obviamente, trascienden lo puramente económico. Si el Estado es algo es un maximizador de poder y no de beneficios, tarea que históricamente dejó en manos de la burguesía.
Vemos cómo la izquierda, una y otra vez, apoyada en esa mitología ideológica expelida por el marxismo, ahonda en esa reaccionaria y anticuada idea de defensa del Estado como remedio de todos los males. Y lo hace con el claro propósito de promocionar a sus líderes a la condición de burguesía de Estado encargada de gestionar los ingentes recursos que dicha organización concentra. La burguesía de izquierda martillea la conciencia de la sociedad mediante la repetición sistemática del discurso marxista, y sobre todo socialdemócrata, de que el Estado nos salva, y que desde sus instituciones es como puede cambiarse la realidad injusta del capitalismo. En este sentido el marxismo anula la capacidad reflexiva del sujeto y ciega a quienes se dejan embaucar por un discurso ensordecedor que no se atiene lo más mínimo a los hechos concretos. El resultado es la permanente postración de la clase sometida bien al Estado o bien a una casta de charlatanes que dice representarla.
En todo esto huelga decir que la extinción del Estado como meta última era para Marx una mera concesión retórica para acallar las críticas, pero difícilmente puede conseguirse la desaparición del Estado cuando lo que se propone es su progresivo fortalecimiento y crecimiento, siempre a expensas de la sociedad, mediante la administración de la dominación. La falta de coherencia entre medios y fines, al plantear que el Estado puede ser desvinculado de los fines para los que fue creado (la opresión de la población por una minoría organizada), es lo que lleva una y otra vez a los mismos resultados que hemos podido comprobar en diferentes lugares como la URSS, China, Cuba, etc. En todos ellos apareció una nueva elite dirigente, una burguesía de izquierdas, que oprimió a la población con mayor saña que sus predecesores.
El culto al Estado es un rasgo definitorio del marxismo y de todos los partidos que se adhieren a esta ideología. No por casualidad el fascismo nació en la izquierda e hizo de ese culto al Estado su principal divisa política, a la que le siguió el culto a la personalidad que tanto predicamento tiene en la izquierda. Es lo propio de una ideología totalitaria en la que la libertad y la ética nada importan al estar supeditadas al principio de eficacia política en la lucha por el poder. Sin lugar a dudas la razón instrumental ha sido un elemento fundamental en la práctica de las organizaciones marxistas, lo que unido a las ideas desarrollistas, productivistas e industrialistas hacen explicable que cuando el marxismo ha sido puesto en práctica haya producido sociedades distópicas llenas de sufrimiento para la población.
El balance general que puede hacerse de las ideas de Marx, y más específicamente de su sistema de pensamiento, es negativo. La historia, a la que los marxistas siempre han considerado el último juez, da suficientes pruebas de la negatividad intrínseca de una ideología que tanto daño ha producido a la humanidad. Una ideología que se empecina en separar al capitalismo del Estado cuando es el Estado el que crea, protege y reproduce el capitalismo. Una ideología que hace de la principal causa de los males de la humanidad, el Estado, el remedio de esos mismos males que produce. El marxismo, junto al izquierdismo que le es intrínseco, merece el repudio de todos los que amamos la libertad, y que por ello mismo aspiramos a un mundo sin amos ni esclavos, sin explotadores ni explotados, sin jefes ni súbditos, sin gobernantes ni gobernados, sin opresores ni oprimidos. Por todo esto Karl Marx sólo puede ser considerado una fatalidad que únicamente merece estar en el cubo de la basura de la historia.
Karl Marx: Una fatalidad
En primer lugar hay que señalar que Marx es el fundador de una gran ideología que, a diferencia de todas las demás, lleva su nombre. Esto es bastante indicativo de la naturaleza tanto de sus ideas como del gran movimiento político que se inspiró en ellas y que adoptó el nombre de marxismo. La preeminencia de la figura de Marx como gran autoridad, tanto ideológica como intelectual y política, constituye un elemento central en el marxismo que viene complementado con el no menos notorio culto a la personalidad que tanto ha caracterizado a las organizaciones basadas en esta ideología.
Sin lugar a dudas la obra de Marx es prolija. Pero en el balance final que puede hacerse de esta es incontestablemente negativo, al menos si nos remitimos a las consecuencias que sus planteamientos ideológicos y filosóficos han provocado. En lo que a esto respecta son numerosos los ejemplos históricos de aquellos países en los que las ideas de Marx fueron puestas en práctica, o que en su caso inspiraron la instauración de regímenes autodefinidos como socialistas o populares. El resultado fue en todos los casos, sin excepción, la creación de inmensas distopías llenas de terror, violencia, corrupción y miseria. Ahí tenemos el caso de China donde el partido-Estado ejerce un dominio omnímodo sobre la sociedad, y donde la desigualdad y la falta de libertad es rampante. Pero también están otros casos no menos reseñables como el de Corea del Norte, Cuba, la URSS, la RDA, la Rumanía de Ceaucescu, la Albania de Enver Hoxha, la Camboya de Pol Pot, etc. Bien podrán decir los acólitos del marxismo que estos ejemplos son desviaciones de las ideas de Marx, y que estas no fueron puestas en práctica tal y como fueron pensadas por el propio Marx. Lo cierto es que este argumento, a la luz de los hechos, no se sostiene, y hoy vemos cómo la izquierda en todo el planeta está completamente desacreditada al igual que las ideas de Marx en las que históricamente buscó inspiración. Incluso aquellas organizaciones que sin ocupar posiciones de mando toman como referencia la obra y pensamiento de Marx demuestran en su práctica cotidiana, al igual que en el obrar de sus máximos representantes, la verdadera faz de las ideas marxistas: corruptelas, clientelismo, luchas de poder, violencia, sectarismo, autoritarismo, etc.
Si Marx se ha caracterizado por algo es por su completa falta de originalidad a la hora de desarrollar su propio pensamiento, hasta el punto de que la mayoría, por no decir la totalidad, de sus ideas sólo son préstamos tomados de otros autores que le precedieron. Lo esencial de su pensamiento ya estaba contenido en las obras de los materialistas franceses, especialmente de los fisiócratas, pero también en autores del mundo anglosajón como Adam Smith o David Ricardo, sin olvidar la más que obvia deuda intelectual con Hegel del que tomó su lógica dialéctica y la aplicó a los procesos históricos y sociales.
Marx ha pasado a la posteridad por haber sido uno de los personajes históricos que más daño ha hecho al pensamiento humano. Sus logros en este sentido son dos. El primero es haber articulado una gran narrativa en la forma de sistema de pensamiento que pretende explicarlo todo. En esto el marxismo no se diferencia en nada importante de ninguna religión pues al igual que estas se fundamenta en una serie de axiomas que operan como dogmas, y a partir de ellos desarrolla toda su lógica argumental y explicativa con la que organiza el mundo. Axiomas que por supuesto no están demostrados en modo alguno. Pero además de esto el marxismo se caracteriza por no dejar espacio para el libre pensamiento al implantar todo un sistema de ideas esencialmente cerrado que gira en torno a su propia lógica interna que se encarga de reproducir ad infinitum. Es de sobra conocido cómo el marxismo, allí donde han sido implantados regímenes políticos inspirados en esta ideología, ha suprimido toda libertad de conciencia y ha impuesto a la sociedad su particular forma de pensar que, para legitimarse, se ha presentado como científica y objetiva. Y ahí es donde el marxismo llegó a ser algo más que una ideología al pretender mostrar las leyes impersonales que rigen la historia, y que proporcionan el conocimiento preciso para transformar el mundo en un sentido revolucionario. De ahí que Lenin exclamase que el marxismo es todopoderoso porque es cierto.
El marxismo viene a ser una religión política en la que Marx es su profeta encargado de mostrar la verdad revelada constituida por el marxismo como nueva fe. El Capital, junto a otras obras como El manifiesto comunista, es la biblia de este credo político. En esa biblia está contenido el conocimiento que, en forma de leyes históricas, sociales y económicas, rige el universo y en virtud de las cuales este puede ser transformado. El partido comunista es la iglesia en la que se organizan los líderes de esta fe encargados de conducir a la comunidad de fieles, compuesta por el movimiento obrero, hacia el paraíso terrenal del comunismo, ese nuevo cielo en la tierra. La revolución viene a jugar el papel del día del juicio final, la gran catarsis que redimirá a los justos y condenará a los malvados. Engels, Lenin, Trotsky, Gramsci, Stalin, Mao, etc., son los apóstoles de esta religión que se ocupan de impartir directrices y desarrollarla en su puesta en práctica. Junto a ellos están los intelectuales comprometidos, esa vanguardia revolucionaria que vela por la ortodoxia ideológica en el seno del movimiento obrero y de la iglesia que constituye el partido. Son un nuevo clero que se encarga de decir lo que está bien y mal, lo que es aceptable y lo que no lo es, lo correcto e incorrecto, porque ellos están imbuidos de un conocimiento objetivo, científico y sobre todo auténtico que los convierte en una autoridad indiscutida. Y finalmente nos encontramos con el Estado que es en todo esto el nuevo Dios que nos salva. Un Dios mortal que en las manos correctas nos redime y actúa de manera benéfica, completamente desinteresada, para construir una nueva humanidad.
El segundo gran logro de Marx contra el pensamiento humano es su reduccionismo. Un reduccionismo que consiste en enfocar el mundo, y consecuentemente todos los procesos humanos, a través de una perspectiva tan limitada como la que ofrece la filosofía del materialismo histórico. Una filosofía que reduce al ser humano a la condición de estómago con patas al afirmar que el hecho fundamental de la sociedad es la producción, y por tanto la forma de obtener los medios de vida. La economía, y con ella las relaciones de producción, son la base de toda sociedad y el elemento determinante de su desarrollo histórico en la medida en que todos los restantes procesos sólo son epifenómenos de la base material y económica sobre la que se organiza la sociedad. Se trata de una concepción del mundo y de la vida esencialmente burguesa, y que sólo entiende la realidad en términos económicos, y por tanto numéricos y monetarios. Para el marxismo todo es una cuestión de beneficios económicos, de rentabilidad y productividad, y en última instancia de dinero.
El economicismo del marxismo, algo que comparte con el liberalismo, lleva a cabo una deformación profunda de la realidad al afirmar que el poder económico que se forma en las relaciones de producción es el que articula la superestructura política, de manera que esta última depende en todo lo esencial de la economía. El Estado, entonces, es el resultado de las relaciones sociales que se desenvuelven en la economía, y por tanto la consecuencia directa de la existencia de relaciones de explotación en la que la clase privilegiada se dota de los medios de coerción precisos para mantener su posición dominante. Esto es lo que condujo a Marx a considerar el gobierno del Estado moderno la junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa. Sólo la ruptura revolucionaria que conduzca al proletariado a la conquista del Estado puede hacer que este comience a funcionar en interés de la clase obrera al mismo tiempo que reprime a la clase explotadora. Un planteamiento que en modo alguno resiste cualquier análisis histórico del surgimiento del Estado y de su posterior evolución, y lo mismo cabe decir de los sucesivos intentos de poner en práctica las ideas de Marx.
El marxismo, con su economicismo, ha hecho lo imposible para presentar la economía como el factor determinante de la política. Y al hacerlo ha socializado entre la clase obrera una concepción burguesa del mundo que sólo tiene en cuenta los beneficios económicos, el dinero, la rentabilidad, etc., y que entiende todo, absolutamente todos los fenómenos sociales, en esos términos. El marxismo ha demostrado ser así un agente aburguesador de la clase obrera al sumirla en una ideología que rinde culto a la economía y al logro del máximo beneficio, y para la que el dinero y la producción lo son todo. El marxismo consiguió que la clase obrera aprendiese a pensar, sentir, ser y obrar como la burguesía, y sobre todo a resultarle apetecible todas aquellas cosas que precisamente le parecen apetecibles a la burguesía. El marxismo convirtió al burgués en el espejo en el que el obrero pasó a mirarse. Esto fue llevado hasta el punto de convertir la condición burguesa en la principal aspiración obrera. De este modo el marxismo preparó y ejecutó la derrota ideológica del movimiento obrero frente a la burguesía.
La imagen que el marxismo presenta de la realidad, especialmente en su versión socialdemócrata, es la de un mundo en el que banqueros, empresarios, etc., constituyen el poder económico que controla y dirige el Estado como máxima institución del poder político. El Estado sirve a los intereses de los capitalistas porque sólo es una maquinaria, un instrumento de opresión que, sin embargo, puede cambiar su finalidad si es controlado por el proletariado, y más concretamente por los representantes de esta clase social. Entonces el Estado se convierte en un ente salvador y benéfico que redime a la sociedad al pasar a estar a su servicio en la medida en que es dirigido y organizado según los preceptos establecidos por Marx.
Lo cierto es que Estado y Capital constituyen a día de hoy una misma y única realidad. Tal es así que el Estado es el principal poder económico en la sociedad al apropiarse de una porción del PIB por medio del gasto que ninguna corporación privada alcanza, llegando en algunos casos al 50 ó 70% del mismo. Esto hace que el Estado, con sus presupuestos, sea la organización que mayor cantidad de recursos financieros, económicos y materiales controla y gestiona, sin olvidar la ingente cantidad de funcionarios que tiene a su servicio como mano de obra (el Estado español dispone de aproximadamente 3 millones de funcionarios, más que ninguna corporación privada). Asimismo, ninguna empresa del capitalismo privado tiene la capacidad de gravar la economía con impuestos y menos aún de regularla por medio de innumerables organismos y agencias de las que dispone el Estado, sin olvidar las leyes que organizan tanto el mercado como la economía en su conjunto. El Estado se sirve en primer lugar a sí mismo, sólo después sirve al Capital y lo hace en la medida en que esto le permite servirse de este para conseguir sus propios objetivos que, obviamente, trascienden lo puramente económico. Si el Estado es algo es un maximizador de poder y no de beneficios, tarea que históricamente dejó en manos de la burguesía.
Vemos cómo la izquierda, una y otra vez, apoyada en esa mitología ideológica expelida por el marxismo, ahonda en esa reaccionaria y anticuada idea de defensa del Estado como remedio de todos los males. Y lo hace con el claro propósito de promocionar a sus líderes a la condición de burguesía de Estado encargada de gestionar los ingentes recursos que dicha organización concentra. La burguesía de izquierda martillea la conciencia de la sociedad mediante la repetición sistemática del discurso marxista, y sobre todo socialdemócrata, de que el Estado nos salva, y que desde sus instituciones es como puede cambiarse la realidad injusta del capitalismo. En este sentido el marxismo anula la capacidad reflexiva del sujeto y ciega a quienes se dejan embaucar por un discurso ensordecedor que no se atiene lo más mínimo a los hechos concretos. El resultado es la permanente postración de la clase sometida bien al Estado o bien a una casta de charlatanes que dice representarla.
En todo esto huelga decir que la extinción del Estado como meta última era para Marx una mera concesión retórica para acallar las críticas, pero difícilmente puede conseguirse la desaparición del Estado cuando lo que se propone es su progresivo fortalecimiento y crecimiento, siempre a expensas de la sociedad, mediante la administración de la dominación. La falta de coherencia entre medios y fines, al plantear que el Estado puede ser desvinculado de los fines para los que fue creado (la opresión de la población por una minoría organizada), es lo que lleva una y otra vez a los mismos resultados que hemos podido comprobar en diferentes lugares como la URSS, China, Cuba, etc. En todos ellos apareció una nueva elite dirigente, una burguesía de izquierdas, que oprimió a la población con mayor saña que sus predecesores.
El culto al Estado es un rasgo definitorio del marxismo y de todos los partidos que se adhieren a esta ideología. No por casualidad el fascismo nació en la izquierda e hizo de ese culto al Estado su principal divisa política, a la que le siguió el culto a la personalidad que tanto predicamento tiene en la izquierda. Es lo propio de una ideología totalitaria en la que la libertad y la ética nada importan al estar supeditadas al principio de eficacia política en la lucha por el poder. Sin lugar a dudas la razón instrumental ha sido un elemento fundamental en la práctica de las organizaciones marxistas, lo que unido a las ideas desarrollistas, productivistas e industrialistas hacen explicable que cuando el marxismo ha sido puesto en práctica haya producido sociedades distópicas llenas de sufrimiento para la población.
El balance general que puede hacerse de las ideas de Marx, y más específicamente de su sistema de pensamiento, es negativo. La historia, a la que los marxistas siempre han considerado el último juez, da suficientes pruebas de la negatividad intrínseca de una ideología que tanto daño ha producido a la humanidad. Una ideología que se empecina en separar al capitalismo del Estado cuando es el Estado el que crea, protege y reproduce el capitalismo. Una ideología que hace de la principal causa de los males de la humanidad, el Estado, el remedio de esos mismos males que produce. El marxismo, junto al izquierdismo que le es intrínseco, merece el repudio de todos los que amamos la libertad, y que por ello mismo aspiramos a un mundo sin amos ni esclavos, sin explotadores ni explotados, sin jefes ni súbditos, sin gobernantes ni gobernados, sin opresores ni oprimidos. Por todo esto Karl Marx sólo puede ser considerado una fatalidad que únicamente merece estar en el cubo de la basura de la historia.
Esteban Vidal