Dwight Macdonald (1906-1982)
«Se puede ser comunista y tener un iPhone», esto es lo que declaraba recientemente el secretario de Izquierda Unida, Alberto Garzón, a la prensa, en medio de su campaña de propaganda, en este año en el que se cumple un siglo de la revolución rusa. Y concluía diciendo : «El marxismo no es la llave que abre todas las puertas, sino una luz que nos permite entender mejor la realidad». Pero, sin duda, Garzón equivocó su enunciado, lo que quería decir es que sólo teniendo un iPhone se puede ser comunista y, desde luego, para entender eso no nos bastará leer a Marx, sino más bien leer este excelente libro: La raíz es el hombre de Macdonald, traducido y editado por el Salmón. Una buena iniciativa que coincide con el rescate que se hace hoy en Francia, siempre en un sector minoritario por desgracia, del legado de este original y radical pensador.
La publicación en 1946 del libro de Macdonald significó un decisivo portazo a todos los dogmas caducos del historicismo y el mecanicismo marxista y una apertura saludable al pensamiento libertario y verdaderamente radical que había menudeado en autores tan dispares como Orwell, Weil, Goodman, Camus, Reich o Silone durante la segunda guerra mundial. Como se nos dice en la introducción realizada por el traductor y editor: «Escrito en 1946,
La raíz es el hombre anticipó muchos de los temas fundamentales de la Nueva Izquierda de los 60: la crítica de la burocracia, la tecnología o el totalitarismo soviético». En efecto, comparable a un libro como
Caminos de utopía, de Martin Buber, publicado por la misma época, Macdonald realiza un elegante ajuste de cuentas con el culto al determinismo histórico de la doctrina marxista, así como con su creencia en el progreso tecnológico implícito en su teoría de la transformación social. De una forma sencilla y clara, Macdonald desmonta esa creencia ciega de los marxistas e izquierdistas en general en el milagroso desenvolvimiento del proceso histórico hacia la emancipación de la clase obrera. Frente a eso, nos recomienda más bien seguir las pistas dejadas por el pensamiento anarquista más genuino, aquel que ponía y pone su énfasis en lo que el individuo puede llegar a realizar a partir de su voluntad y su responsabilidad. Nos dice Macdonald que más de un siglo de positivismo marxista ha confundido nuestras expectativas haciéndonos creer que la esfera de los valores éticos era un aspecto superficial, siendo el sistema y las relaciones de producción los verdaderos soportes de la vida social y su razón última. Pero, justamente, la deriva catastrófica y dictatorial de la Unión Soviética nos indica que nos hemos olvidado de algo muy importante por el camino. Como lo sugiere Macdonald, ni la ciencia ni la tecnología ni la industria pueden dar respuestas decisivas a la pregunta de ¿cómo queremos vivir?, o ¿cual sería la buena vida? Los marxistas, y los liberales, pensaron que el desarrollo de las fuerzas productivas acabarían quitando sentido a cuestiones tan insignificantes…
Para Macdonald ha pasado el tiempo de las grandes estrategias de masas, tan queridas por los marxistas. Es el momento de replegarse dentro de sí para recuperar las razones de vivir y saber por qué y para qué se lucha. Recuperar una dimensión humana y cercana de la acción no significa renunciar a la acción, sino simplemente separarse de la corriente frenética que mueve a la sociedad industrial. Eso significa ser radical, desconfiar del dogma del Progreso, cuestionar la cultura de masas, reconquistar la capacidad de decir NO a todo aquello con los que se nos quiere envilecer. El radicalismo de Macdonald llama a la insumisión contra el Estado, pero a un tipo de insumisión inteligente y sensible: la de la persona consciente que renuncia a utilizar las armas y métodos del Estado (violencia, burocratización, propaganda) para, justamente, salvaguardar los valores que nos impulsan a seguir viviendo y resistiendo.
Con un prólogo de Czeslaw Milosz y una cuidada traducción y presentación, las ediciones del Salmón nos brindan hoy un material de reflexión indispensable.
José Ardillo